Una pequeña subida del salario mínimo que puede tener un gran coste en inflación
El Gobierno anunció ayer a empresarios y sindicatos la subida salario mínimo interprofesional (SMI) a 1.000 euros al mes por catorce pagas, que entrará en vigor con efecto retroactivo desde el 1 de enero. Se trata de un incremento del 3,6% (35 euros) y que afectará a casi dos millones de trabajadores y con el que el SMI acumula ya una subida superior al 30% en los últimos cuatro años. La medida ha contado con el apoyo sindical y el frontal rechazo patronal.
No deja de ser sorprendente, y una muestra más de que el discurso político suele ser una cosa y la realidad otra, que Trabajo haya presentado las sucesivas subidas del salario mínimo –diseñadas, decididas e impuestas por el Ejecutivo– bajo el eufemismo del diálogo social, cuando la única posibilidad de negociación en este tema ha girado en torno a la cuantía de esos incrementos, pero siempre dentro de una horquilla previa y unilateralmente fijada. Aunque la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, defendió ayer la subida con un discurso caluroso más populista que técnico, al asegurar que el aumento de los salarios es bueno para la economía y que eso “es ciencia y no teología”, la realidad es compleja y está lejos de poder dirimirse en un tubo de ensayo, aunque precisa de pocas demostraciones que si el precio de un servicio o factor productivo sube, su demanda se reduce. La fuerte subida del SMI en los últimos años ha sido compatible con la creación de empleo, pero sería un ejercicio edificante calcular cuánto más se hubiere creado si las alzas hubiesen comportado moderación. La subida no genera en todo el Gobierno el mismo entusiasmo que en la vicepresidenta Díaz, porque quienes dirigen la economía saben de la necesidad imperiosa de contener salarios e inflación.
El debate sobre el aumento del SMI, su cuantía y sus efectos en la actividad no puede aislarse de la coyuntura económica en un país recién salido de una crisis que ha golpeado muy duramente a las empresas, ha destruido empleo y afronta un horizonte de costes inflacionarios de difícil control. No se le pide al Gobierno que actúe sobre costes que están más allá de su control, como los generados por la crisis de suministros y de materias primas, el encarecimiento de la energía o el crecimiento exponencial de la factura del transporte marítimo; pero sí que regule con sobriedad y responsabilidad tanto salarios como cotizaciones sociales, que encarecen los costes de producción, reducen los márgenes de las empresas y generan aumento de precios. Dado que incluso desde el BCE se reconoce ya la posibilidad de que la inflación histórica que está atenazando Europa no sea temporal, España haría bien en preparar la economía para afrontar un escenario que puede frenar la actividad.