De ola en ola crece la bola
Es interesante ver el papel que algunos conceptos económicos están jugando en las decisiones adoptadas por los dirigentes en esta pandemia
Si para apropiarse del territorio de Hispania los romanos llegaron en sucesivas oleadas, es también en oleadas sucesivas como la pandemia provocada por el virus maldito se está apropiando de nuestras vidas. No solo por las muchas que efectivamente se ha cobrado hasta ahora, sino por lo que está condicionando y condicionará en el futuro a todas las que no se cobre.
De entrada, el planeta entero lleva un año en el que han resultado afectadas todas las facetas de la vida del hombre: sus relaciones políticas, sus reuniones familiares, sus costumbres sociales, sus condiciones laborales, sus aficiones deportivas…, todas se han visto sujetas a restricciones y limitaciones. Y todo indica que, incluso en el mejor de los escenarios, el fin del apocalipsis dista de estar próximo.
En el escenario expuesto, para cualquier estudioso de la economía resulta interesante vislumbrar el papel que algunos de los conceptos económicos están jugando en las decisiones adoptadas por nuestros dirigentes.
Un primer concepto en juego es el de las externalidades, término que hace referencia al coste o beneficio (externalidad negativa o positiva) que una decisión adoptada por un agente económico sobre cualquier cuestión reporta a terceros que no son los destinatarios directos de la decisión.
Así, es evidente que las medidas antipandemia que restringen la movilidad –como es el caso del confinamiento domiciliario– suponen una externalidad negativa para las distribuidoras de gasolina, que sufren un descenso en sus ventas. También lo es que otras decisiones antipandemia –por ejemplo, las que decretan el cierre de los establecimientos comerciales de productos ajenos a las primeras necesidades– constituyen una externalidad positiva para las empresas dedicadas a la venta online.
Otro concepto presente en el juego decisorio analizado es el de precio sombra. Es un lugar común considerar que las medidas restrictivas antipandemia incorporan un conjunto de costes económicos: reducción de la actividad económica, la expansión del desempleo, el aumento del déficit y la deuda públicos. Todos ellos son explícitos y/o cuantificables en términos monetarios. También es común considerar que las medidas contra la crisis económica implican un coste vital: mayor número de muertos. Coste que, evidentemente, carece de referencia monetaria.
Por ello, la elección entre crisis sanitaria o crisis económica como objetivo prioritario a combatir con las decisiones colectivas se enfrenta a un problema: no es posible la comparación directa entre los costes respectivos de cada una de las dos opciones. Desde hace tiempo, la teoría económica viene resolviendo este tipo de situaciones mediante la utilización del llamado precio sombra, instrumento a través del que se asigna un valor monetario al bien que no lo tiene (en nuestro caso, la vida humana). Una vez asignado, ya resulta posible comparar las opciones existentes a fin de elegir aquella que resulte más eficaz (en nuestro caso, la que tenga menos coste).
Así entendido, es evidente que el precio sombra que de modo implícito ha sido asignado por nuestra dirigencia a la vida humana no es excesivamente alto. Solo así puede entenderse su resistencia a la adopción de medidas antipandemia más eficaces, en la dirección que viene reclamando la unanimidad de los expertos científicos en la materia. Sin duda, las decisiones de nuestros dirigentes revelan que el valor asignado (precio sombra) a las vidas humanas que serían salvadas es menor que el coste económico (directo) que ello supondría.
También podemos referirnos al concepto marginal o variación global habida en una determinada consecuencia que trae su origen en una pequeña variación en la causa que la origina. Pues bien, es evidente que en el carácter errático de la evolución seguida por todos (TODOS) nuestros agentes políticos en relación con la pandemia se percibe una indudable táctica marginalista.
En efecto, siendo lo razonable, lógico y deseado que las decisiones y posturas de los responsables políticos (del Gobierno y de la oposición) obedecieran exclusivamente a su respectiva concepción sobre cuál debiera ser la línea estratégica que conviene seguir ante la crítica situación que padecemos, lo cierto es que la realidad es otra. Pareciera que en cada momento o en cada ocasión la posición adoptada por cada uno de los responsables políticos responde a un cálculo determinado: el efecto marginal que pueda tener en su nivel de aceptación social. Es decir, el aumento o disminución que provoque en su grado de popularidad política.
Sucede que múltiples circunstancias determinan que la opinión pública sea cambiante. Ocurre también que estos cambios son reflejados de modo cuasi instantáneo por los institutos demoscópicos. Y como consecuencia de ambos hechos nuestros políticos, asesorados por sus respectivos gurús de imagen (auténticos brujos modernos), van ajustando su posicionamiento con movimientos u oscilaciones claramente marginalistas.
Finalmente, es también posible descubrir que en sus decisiones y posicionamientos públicos, nuestros políticos recurren a los criterios paretianos de comparación entre situaciones alternativas.
Definido el óptimo de Pareto como aquella situación desde la que no es posible pasar a otra en la que alguien gane sin que nadie pierda, es obvio que son escasas las decisiones que pueden adoptarse con semejante restricción. Por ello, los cambios que se implementan o que se propugnan responden a lo que denomina óptimo subparetiano, cambio en el que se atribuye más valor a la ganancia de los que ganan que a la pérdida de los que pierden.
Sin duda, estos cambios son la cancha natural donde campa la subjetividad humana, cualidad que, hablando de políticos, va indisociablemente unida a los graneros electorales de los respectivos partidos.
Ignacio Ruiz-Jarabo es economista y exdirector general de la Agencia Tributaria