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A Fondo
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La inversión de impacto: generar valor social a través del mercado

Si se quiere transitar hacia un desarrollo sostenible, habrá que recurrir cada vez más a fórmulas híbridas entre lo público y lo privado

El día 19 de este mes se presentó ante la opinión pública el Fondo Huruma: una iniciativa de inversión de impacto liderada por Cofides, que cuenta además con el respaldo financiero de la Aecid y la UE. Con la asistencia técnica de Gawa Capital, el Fondo se propone movilizar recursos privados hasta un total de 100 millones de euros, con el objetivo de facilitar el acceso a la financiación a pequeños agricultores y organizaciones agrícolas de países en desarrollo. Una ambiciosa e ilusionante iniciativa que rompe con el clima de desánimo con que la pandemia cubrió el panorama nacional. Tiene el proyecto, además, ese toque de audacia propio de las empresas pioneras, señalando un camino inspirador para las empresas españolas, al vincular los fondos públicos con la movilización de recursos privados al servicio de propósitos socialmente deseables.

Digámoslo sin ambages: si se quiere responder a los desafíos que comporta transitar hacia un modelo de desarrollo sostenible e incluyente, tanto a escala nacional como internacional, habrá que recurrir en mayor medida a este tipo de fórmulas de hibridación entre lo público y lo privado. Las estimaciones realizadas sobre los recursos requeridos para hacer realidad la Agenda 2030 nos hablan de cantidades mayúsculas, que se mueven entre los 2 y 5 billones de dólares anuales. Más allá de la exactitud de las cifras, lo relevante es el orden de magnitud al que se alude, que claramente excede con mucho a lo habitualmente canalizado por los fondos oficiales. Se necesita, por tanto, del concurso del sector privado. Un propósito que demanda la doble tarea de movilizar más recursos privados, por una parte, y de promover un mejor alineamiento de las inversiones con los objetivos consensuados, por la otra. Ambas tareas están en el fundamento de la inversión de impacto.

Evitemos malentendidos: que se insista en la relevancia de los recursos privados no debiera restar importancia a los de procedencia pública. Los recursos oficiales son cruciales para atender las necesidades más perentorias de las poblaciones más pobres, que difícilmente acceden a otras fuentes de financiación. Pero, además, los recursos públicos son importantes por el efecto catalítico que pueden tener al movilizar recursos adicionales: lo importante, en este caso, no es lo que directamente se financia cuanto lo que se apalanca como consecuencia de esa financiación.

La UE es consciente de la relevancia de esta función de los recursos públicos y ha articulado su ambicioso Plan Europeo de Inversiones Exteriores, previsto dentro del marco financiero interanual para el período 2021-27, sobre las posibilidades multiplicadoras que derivan del uso intensivo de los instrumentos de blending y, muy particularmente, de las garantías públicas. Se está marcando una ruta a la que España debe acomodarse, poniendo a trabajar a las instituciones públicas para explorar las múltiples formas propias de los partenariados público-privados.

La inversión de impacto se mueve en ese campo híbrido al que se acaba de aludir. Bajo ese rótulo se acogen todas aquellas operaciones inversoras que se proponen hacer compatible el logro de impacto en los ámbitos sociales o ambientales con el mantenimiento de beneficios financieros. Digamos que, en este caso, a los dos argumentos que rigen la decisión inversora, el riesgo y el beneficio, se suma uno adicional, que remite al impacto social, expreso y medible, que se propone el proyecto.

Es ese mismo impacto social el que justifica el respaldo de los fondos públicos, generando vehículos financieros que atenúen el riesgo y complementen la financiación. Al hacerlo no solo ayuda a movilizar recursos privados, sino también promueve la capacidad emprendedora y la innovación social. La primera es clave por el carácter de bien escaso que en toda sociedad (y más en las más pobres) tiene la capacidad de emprendimiento; la segunda es requerida para ofrecer nuevas respuestas a los problemas sociales a los que nos enfrentamos.

Pese a su reciente origen, el recorrido de la inversión de impacto ha sido notable. Nació al final del pasado siglo, muy vinculada al afán innovador de algunas grandes fundaciones, como la Rockefeller, la Ford o, más recientemente, la Gates o la alemana Bertelsmann. En la actualidad, sin embargo, el apoyo a la inversión de impacto forma parte de la operativa de buena parte de las instituciones financieras internacionales, incluido el Banco Mundial. A ese campo dedicó el G8 un difundido informe, con el expresivo título de El corazón de los mercados; y mereció que el G20 emitiese una declaración de apoyo en su reunión de Osaka, en 2019. La OCDE mantiene una plataforma especializada en este campo, denominada OECD Impact Investment Initiative, e igualmente el Foro Económico Mundial hizo un informe demandando que este tipo de inversión pasase From the Margins to the Mainstream. Al tiempo, se ha creado una plataforma internacional que agrupa a buena parte de las instituciones implicadas en este campo, denominada Global Impact Investing Network (GIIN).

No es, sin embargo, un campo fácil. No bastan ni los buenos propósitos del inversor, ni la existencia de un emprendedor social necesitado de apoyo financiero. Se requiere la identificación de unos proveedores de fondos pacientes, de unas instituciones financieras que sepan estructurar las operaciones, de unos intermediarios que canalicen los recursos preservando su adicionalidad y de unos emprendedores que garanticen la rentabilidad y el impacto social. Todo un complejo ecosistema. Pese a ello, se ha avanzado en los últimos años, hasta conformar un mercado que implica 700.000 millones de dólares en activos y más de 1.700 instituciones en el mundo, con iniciativas innovadoras como los bonos de impacto social. No faltan, sin embargo, los desafíos, entre los que ocupa un lugar prioritario la necesidad de mejorar los niveles de transparencia de las operaciones, de comparabilidad de datos internacionales y de procedimientos homologados y exigentes de evaluación y medición del impacto.

El lanzamiento de Huruma es una muestra de que también la Administración española está en condiciones de promover este tipo de operaciones, incluso en un momento difícil como el presente. Confirma, además, la excelente trayectoria de Cofides en los últimos años, con una vocación estratégica clara y un más estrecho alineamiento con el proceder de sus mejores homólogas europeas. Supone además, y es una novedad, un proyecto que integra instituciones de ministerios diversos: el de Exteriores, UE y Cooperación, y el de Industria, Comercio y Turismo. Señalar este aspecto sería ocioso si no fuera porque esos mismos ministerios nos han acostumbrado a una recurrente sucesión de desencuentros, activados por un pueril conflicto entre cuerpos de la Administración.

La felicitación que merece la iniciativa es, pues, incondicional, pero no debe ocultarnos las carencias de las que parte España para operar en este prometedor campo del blending. Disponemos de una pluralidad de fondos públicos dispersos allí donde, sin embargo, la escala es importante; mantenemos una estructura institucional de gestión fragmentada, cuando nuestros vecinos nos ilustran de las ventajas de operar de forma integrada en la gestión de esos fondos; conservamos algunas normativas reguladoras restrictivas que transforman en heroica la culminación de operaciones; y, en fin, es todavía limitada la experiencia del sector privado en este campo. Son limitaciones que debieran superarse. Y, para ello, se requiere de una mirada reformadora de la cooperación financiera que trascienda el corto plazo y los particularismos de cada ministerio, para imponer una ambiciosa visión de Estado.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid

El día 19 de este mes se presentó ante la opinión pública el Fondo Huruma: una iniciativa de inversión de impacto liderada por Cofides, que cuenta además con el respaldo financiero de la Aecid y la UE. Con la asistencia técnica de Gawa Capital, el Fondo se propone movilizar recursos privados hasta un total de 100 millones de euros, con el objetivo de facilitar el acceso a la financiación a pequeños agricultores y organizaciones agrícolas de países en desarrollo. Una ambiciosa e ilusionante iniciativa que rompe con el clima de desánimo con que la pandemia cubrió el panorama nacional. Tiene el proyecto, además, ese toque de audacia propio de las empresas pioneras, señalando un camino inspirador para las empresas españolas, al vincular los fondos públicos con la movilización de recursos privados al servicio de propósitos socialmente deseables.Digámoslo sin ambages: si se quiere responder a los desafíos que comporta transitar hacia un modelo de desarrollo sostenible e incluyente, tanto a escala nacional como internacional, habrá que recurrir en mayor medida a este tipo de fórmulas de hibridación entre lo público y lo privado. Las estimaciones realizadas sobre los recursos requeridos para hacer realidad la Agenda 2030 nos hablan de cantidades mayúsculas, que se mueven entre los 2 y 5 billones de dólares anuales. Más allá de la exactitud de las cifras, lo relevante es el orden de magnitud al que se alude, que claramente excede con mucho a lo habitualmente canalizado por los fondos oficiales. Se necesita, por tanto, del concurso del sector privado. Un propósito que demanda la doble tarea de movilizar más recursos privados, por una parte, y de promover un mejor alineamiento de las inversiones con los objetivos consensuados, por la otra. Ambas tareas están en el fundamento de la inversión de impacto.Evitemos malentendidos: que se insista en la relevancia de los recursos privados no debiera restar importancia a los de procedencia pública. Los recursos oficiales son cruciales para atender las necesidades más perentorias de las poblaciones más pobres, que difícilmente acceden a otras fuentes de financiación. Pero, además, los recursos públicos son importantes por el efecto catalítico que pueden tener al movilizar recursos adicionales: lo importante, en este caso, no es lo que directamente se financia cuanto lo que se apalanca como consecuencia de esa financiación. La UE es consciente de la relevancia de esta función de los recursos públicos y ha articulado su ambicioso Plan Europeo de Inversiones Exteriores, previsto dentro del marco financiero interanual para el período 2021-27, sobre las posibilidades multiplicadoras que derivan del uso intensivo de los instrumentos de blending y, muy particularmente, de las garantías públicas. Se está marcando una ruta a la que España debe acomodarse, poniendo a trabajar a las instituciones públicas para explorar las múltiples formas propias de los partenariados público-privados.  La inversión de impacto se mueve en ese campo híbrido al que se acaba de aludir. Bajo ese rótulo se acogen todas aquellas operaciones inversoras que se proponen hacer compatible el logro de impacto en los ámbitos sociales o ambientales con el mantenimiento de beneficios financieros. Digamos que, en este caso, a los dos argumentos que rigen la decisión inversora, el riesgo y el beneficio, se suma uno adicional, que remite al impacto social, expreso y medible, que se propone el proyecto. Es ese mismo impacto social el que justifica el respaldo de los fondos públicos, generando vehículos financieros que atenúen el riesgo y complementen la financiación. Al hacerlo no solo ayuda a movilizar recursos privados, sino también promueve la capacidad emprendedora y la innovación social. La primera es clave por el carácter de bien escaso que en toda sociedad (y más en las más pobres) tiene la capacidad de emprendimiento; la segunda es requerida para ofrecer nuevas respuestas a los problemas sociales a los que nos enfrentamos. Pese a su reciente origen, el recorrido de la inversión de impacto ha sido notable. Nació al final del pasado siglo, muy vinculada al afán innovador de algunas grandes fundaciones, como la Rockefeller, la Ford o, más recientemente, la Gates o la alemana Bertelsmann. En la actualidad, sin embargo, el apoyo a la inversión de impacto forma parte de la operativa de buena parte de las instituciones financieras internacionales, incluido el Banco Mundial. A ese campo dedicó el G8 un difundido informe, con el expresivo título de El corazón de los mercados; y mereció que el G20 emitiese una declaración de apoyo en su reunión de Osaka, en 2019. La OCDE mantiene una plataforma especializada en este campo, denominada OECD Impact Investment Initiative, e igualmente el Foro Económico Mundial hizo un informe demandando que este tipo de inversión pasase From the Margins to the Mainstream. Al tiempo, se ha creado una plataforma internacional que agrupa a buena parte de las instituciones implicadas en este campo, denominada Global Impact Investing Network (GIIN).No es, sin embargo, un campo fácil. No bastan ni los buenos propósitos del inversor, ni la existencia de un emprendedor social necesitado de apoyo financiero. Se requiere la identificación de unos proveedores de fondos pacientes, de unas instituciones financieras que sepan estructurar las operaciones, de unos intermediarios que canalicen los recursos preservando su adicionalidad y de unos emprendedores que garanticen la rentabilidad y el impacto social. Todo un complejo ecosistema. Pese a ello, se ha avanzado en los últimos años, hasta conformar un mercado que implica 700.000 millones de dólares en activos y más de 1.700 instituciones en el mundo, con iniciativas innovadoras como los bonos de impacto social. No faltan, sin embargo, los desafíos, entre los que ocupa un lugar prioritario la necesidad de mejorar los niveles de transparencia de las operaciones, de comparabilidad de datos internacionales y de procedimientos homologados y exigentes de evaluación y medición del impacto. El lanzamiento de Huruma es una muestra de que también la Administración española está en condiciones de promover este tipo de operaciones, incluso en un momento difícil como el presente. Confirma, además, la excelente trayectoria de Cofides en los últimos años, con una vocación estratégica clara y un más estrecho alineamiento con el proceder de sus mejores homólogas europeas. Supone además, y es una novedad, un proyecto que integra instituciones de ministerios diversos: el de Exteriores, UE y Cooperación, y el de Industria, Comercio y Turismo. Señalar este aspecto sería ocioso si no fuera porque esos mismos ministerios nos han acostumbrado a una recurrente sucesión de desencuentros, activados por un pueril conflicto entre cuerpos de la Administración.La felicitación que merece la iniciativa es, pues, incondicional, pero no debe ocultarnos las carencias de las que parte España para operar en este prometedor campo del blending. Disponemos de una pluralidad de fondos públicos dispersos allí donde, sin embargo, la escala es importante; mantenemos una estructura institucional de gestión fragmentada, cuando nuestros vecinos nos ilustran de las ventaja

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