Tu vacuna me suena: bienvenidos al espectáculo
La venta de acciones de directivos de farmacéuticas, al margen de que sea legal o legítima, puede perjudicar a la reputación de empresas y productos
La mejor vacuna contra la ignorancia es la formación y, por tanto, cuando nos inyectamos una vacuna estamos impartiendo una master class a nuestro cuerpo para que aprenda y se entrene a la hora de defenderse frente a un enemigo, normalmente un virus. Tradicionalmente, las vacunas que nos inyectan contienen el virus debilitado o inactivo para que nuestro organismo genere los anticuerpos sin sufrir la enfermedad; pero desde hace una década han aparecido compañías biotecnológicas que utilizan nuevas técnicas. Una de ellas acelera el proceso y no inyecta proteínas con el patógeno, sino un whatsapp (el ARN mensajero) que contiene una molécula con un código genético que, cuando llega a las células del receptor, interpreta las instrucciones y genera los anticuerpos.
En las últimas semanas estamos asistiendo al gran espectáculo mundial organizado por la industria farmacéutica en el que se compite por ver quién es la compañía que lanza la primera vacuna contra el Covid-19: la SuperBowl de los patógenos. Quien lo consiga se adueñará de muchos contratos millonarios. Mientras tanto el mundo sigue a medio gas, como un coche que tenía de joven que cuando se paraba había que empujarlo una y otra vez. Eso sí que era una remontada en W resultado de poner soluciones a corto plazo, pero con un problema estructural.
Nos encontramos en un proceso que preocupa y ocupa a todos los Gobiernos, inversores, empresas y familias, hambrientos de noticias esperanzadoras acerca de la nueva vacuna hasta el punto de que cada vez que hay un anuncio por parte de una compañía farmacéutica los mercados reaccionan con una euforia desmedida: las acciones incrementan súbitamente su valor, que más tarde se desinfla por la acumulación de una sobrecompra que genera cautela entre los inversores; y así una y otra vez hasta que otra compañía se viste de gala y anuncia nuevos avances.
Por otra parte, sospecho que algunos directivos de las compañías farmacéuticas podrían estar haciendo el agosto, pues venden parte de su paquete de acciones justo cuando su valor se dispara en Bolsa gracias a una noticia que ellos mismos han transmitido. En algunos casos, lo justifican con la existencia previa de una orden limitada en Bolsa que dispara la venta al alcanzar un determinado valor, pero se trata de algo que, independientemente de que sea legal o legítimo, es perjudicial por dos razones: primero, por el posible daño a la reputación de la compañía y su buen gobierno corporativo y, segundo, porque despierta dudas sobre la veracidad de sus anuncios, pues si realmente la vacuna está casi en la línea de meta, no parece sensato vender las acciones a sabiendas de que cuando se lance comercialmente su valor se puede multiplicar por tres o cuatro… No cuadra.
La industria farmacéutica sabe que solo uno logrará poner en el mercado la primera vacuna y, además de las ganancias millonarias, tendrá el reconocimiento general con lo que ello supone en el valor de su marca y las ventas. Por eso, mientras tanto, todos disputan la carrera de los 1000 días comunicando noticias de éxito en los ensayos y vacunas definitivas en el gran espectáculo de la pandemia.
Desde el punto de vista más racional, es cierto que en algún momento llegará la ansiada vacuna; sin embargo, la cuestión es si estamos en la recta final o bien en fases tempranas de una carrera de relevos, pues el tiempo medio de desarrollo de una vacuna clásica es de entre 5 y 10 años según los expertos, y acortar las fases clínicas no parece nada recomendable. Las prisas no son buenas consejeras. La vacuna del Ébola necesitó casi 5 años para los ensayos más rigurosos y aún no está demostrada la inmunidad de grupo. ¿Y alguien se ha preguntado por qué después de casi 40 años aún no hay una vacuna contra el VIH?
Por otra parte, y suponiendo que las vacunas anunciadas sean válidas, existe la duda sobre su fabricación y distribución de forma masiva. Nos encontramos con dos retos: por un lado, el basado en la oferta y la demanda, pues no habrá a corto plazo capacidad para satisfacer los pedidos de todos los países, lo que puede conllevar que las dosis sean para el mejor postor; y por otro, no hay infraestructura logística que posibilite la distribución a la temperatura necesaria, en el caso de la vacuna de Pfizer, y en esas cantidades sin que se rompa la cadena de frío.
Por último, surge el debate acerca de su obligatoriedad, es decir, si vamos a tener que pasar sí o sí por el centro de salud a recibir la dosis como el ganado cuando es marcado, o si será voluntario, como debería ante la incertidumbre sobre posibles efectos secundarios. Aunque en ese caso quizá se exija para poder trabajar, para comprar en el supermercado, ir al cine, viajar o incluso para tomar una cerveza en el bar. Puede que entonces se produzca un efecto manada y estemos desvistiendo a un santo para vestir a otro.
Luego habrá que ver si realmente la vacuna es eficaz contra el virus, o sus mutaciones nos devuelven a la casilla de salida.
Mucho me temo que nuestros políticos, que están planteando una vacunación universal obligatoria, no serán los primeros en dar ejemplo inyectándose un vial de tan esperado antídoto, porque parece que todo está cogido con pinzas. Se palpan grandes dosis de escepticismo, aunque la desesperación nos hace ver con ilusión cualquier hilo de esperanza que nos lance la industria farmacéutica. Pero seamos cautos.
Juan Carlos Higueras es analista económico y profesor de EAE Business School