Trump vs. Biden: un debate centrado en ellos mismos y no en los americanos
Dos minutos dedicaron a hablar de economía, nimio en comparación con el tiempo que ambos dedicaron a interrumpirse e insultarse
Ante los debates electorales rara vez hay unanimidad en el titular que resumen el resultado. (el debate de anoche rompió la norma: “mucho ruido y pocas nueces”, es el titular más extendido). Solo, quizá cuando un candidato lo hace muy bien -o muy mal- o hay anécdotas. En 1960 tuvo lugar el primer debate televisado en EEUU, entre Kennedy y Nixon. Hay simplones que atribuyen a la elección de corbata (la de Kennedy, era más “cálida”, dicen) la victoria de JFK. La realidad es que, frente a un Kennedy relajado, bronceado tras días en la playa, los espectadores vieron a un Nixon pálido, incómodo, rígido y que no respondía a todas las preguntas con precisión. Décadas después, supimos que Nixon había salido del hospital para ir al debate, con una pierna rota, 40º de fiebre y no podía contar los planes secretos del presidente Eisenhower para invadir Cuba. La fiebre causó a Nixon un “ataque de sudor”, que “expertos” definieron “ataque de ansiedad”. Ganó Kennedy, el debate y las elecciones. Pero, la moraleja, es clara: "las apariencias engañan”.
En las elecciones presidenciales de 1984 Ronald Reagan y Walter Mondale protagonizaron un divertido debate en que el demócrata llamó la atención sobre la edad avanzada de Reagan como impedimento para ser buen presidente. Reagan ganó el debate porque, poniéndose muy (aparentemente) serio, miró a la televisión y dijo: “no pienso convertir la edad en un arma arrojadiza contra mi oponente. Y, por tanto, no utilizaré la inexperiencia de la juventud de mi oponente para poner de relieve sus vergüenzas”. América se rio…, Mondale rio…, y Reagan, por su simpatía, rio y ganó.
En 2000, durante las primarias republicanas para elegir candidato, George Bush participó en un debate con otros candidatos de su partido. Cuando el periodista preguntó ¿quién es el personaje histórico que más admiran?, Bush, respondió: “Jesucristo, porque me salvó”. Al acabar el debate, George Bush padre puso su brazo alrededor del cuello de su hijo y, con condescendía, le dijo: “Hijo, el error ése de Jesucristo…, no te preocupes que ya lo arreglaremos”. Bush hijo, visiblemente enfadado, respondió a su padre: “Dad, it’s not a mitake. It’s what I believe”. Bush Junior se metió en el bolsillo a los evangélicos, otras denominaciones protestantes, católicos e hispanos y ganó las primarias de su partido.
No siempre los debates electorales se deciden por anécdotas. A veces, hay sustancia, aunque esto suele aburrir al electorado. Por eso son, proporcionalmente pocos los que ven debates. Tan solo los muy convencidos y, ocasionalmente, algún indeciso despistado. Bill Clinton era amigo de largos debates sobre temas complejos. Ideal para expertos y periodistas, con poco sex appeal para la población. Pero su postura centrista le otorgó dos presidencias. También Barack Obama era partidario de la sustancia en los debates. Y los suyos fueron los de mayor altura intelectual en 25 años, en sus enfrentamientos con McCain (2008) y Mitt Romney (2012). Además de intelecto, había cordialidad y educación, respeto.
Todo esto saltó por los aires en 2016, en que el número de candidatos por cada partido aumentó exponencialmente y porque, en la recta final se enfrentaron dos personas con mucho peso específico, aunque diametralmente opuestas: Hillary Clinton y Donald Trump. Atomización en cada partido, con facciones que es necesario unir para ganar; polarización política, ideológica, social y racial como no se veía en América desde el terrible 1968 y, antes, desde la Guerra Civil (1861-1865). Sociólogos e historiadores sostienen que los enfrentamientos de hoy, son herencia de haber cerrado en falso las heridas de la Guerra Civil: se ha visto durante la presidencia de Trump y, anoche, en el debate televisado entre el presidente y Joe Biden; debate moderado por Chris Wallace, presentador de Fox y reconocido por su imparcialidad. Hasta tal punto llegó su equidistancia entre los candidatos, que Trump le espetó: “Chris, este no es un debate entre Biden y yo, sino entre tú y yo”. Lo mismo le sucedió a Megyn Kelly, moderadora desde Fox de un debate en 2016 y que se enfrentó a Trump, cosa que éste no esperaba, porque él confiaba en el apoyo de la cadena de televisión conservadora, donde trabajaba entonces Kelly y hoy trabaja Wallace. Habrá enfrentamiento y recriminaciones de la Casa Blanca y Fox a cuenta de Wallace.
Debate aburrido y…, sin sustancia. Rico en anécdotas sin relevancia. Los candidatos transmitieron dos visiones de América radicalmente distintas. Trump defendió su gestión de la pandemia, los éxitos económicos, la reconstrucción de las Fuerzas Armadas, “ley y orden”, apoyo a la policía y los valores tradicionales. En todo ello, Trump fue concreto. No así Biden, quien optó por los mensajes inspiracionales y genéricos de apelación a la unidad, negando la mayor sobre los éxitos de los que sacaba pecho Trump.
Se esperaba que Trump fuera mucho más incisivo que Biden (llegó a decir: “Joe, no vuelvas a poner juntos tu apellido y la palabra inteligente, porque tú no lo eres: ni te acuerdas de dónde estudiaste y fuiste el último de tu clase”, lo que llevó al director de CNN, Anderson Cooper, a encogerse de hombros irónicamente, dando a entender: “ese es Trump”), pero el vicepresidente de Obama mandó callar varias veces a Trump (“Shut up Donald!”), lo que dejó al presidente descolocado.
Dos minutos dedicaron a hablar de economía. Herejía. Nimio en comparación con el tiempo que ambos dedicaron a interrumpirse e insultarse. Hasta qué punto esa animadversión es real, es difícil decir. Pero, al centrarse en ella, en vez de en los problemas que aquejan a América, desperdiciaron un primer debate electoral que desembocará en otro el 15 de octubre que, con total certidumbre, será muy distinto al actual, cambiando el foco desde los candidatos hacia los norteamericanos.
Jorge Díaz Cardiel es Socio director de Advice Strategic Consultants. Autor de Hillary vs Trump, Trump, año uno y Trump, año de trueno y complacencia