La expiación triste de Juan Carlos I
La clave, si se demuestra la existencia de los hechos que se investigan, será situarlos en el tiempo de cara a su posible prescripción
Hombres que son reyes, reyes que son hombres. Mas expían y expiarán pecados. Pero donde la línea es delicada, aunque algunos la han hecho a trazos gruesos para confundir la persona, el personaje y la institución. Como hombres tienen todos los vicios y defectos que el ser humano puede llegar a atesorar y culpar. Como reyes solo deberían, en las cada vez menos monarquías existentes, ser devotas de un solo término, la ejemplaridad. Más que la tan manida y socorrida expresión “al servicio de España”, tan borbónica por sí sola, tan grandilocuente toda ella.
Se cierra de un modo triste, de momento, la trayectoria vital de Juan Carlos de Borbón. Una vida de dudas, de difíciles y complejas decisiones, de afectos y desafectos, y que tocó el cielo de las vanidades y el aplauso de un pueblo, desagradecido como el español y amnésico como casi todos. Casi con la misma rapidez que, desde 2012 su vida y su reinado, por enormes errores propios y personales, malos asesores y consejeros y el silencio de los Gobiernos de turno que con tamaña sobreprotección amén del silencio de los medios, destaparon una botella espumosa que no podía contener tamaña presión.
A raíz de aquella caída, la maldita caída de una pérfida cacería todo lo que vino han sido escándalos y por vez primera, el abismo y el vértigo de no sentir esos múltiples anillos o capas de cebolla con que hasta el presente le habían venido protegiendo instituciones públicas y políticas y los medios que o bien no se enteraban de viajes secretos y negocios o estructuras financieras tal y como ahora parece que todos se afanan en destapar, publicar y comentar, o bien jamás se publicaban a la par que se decía aquello de que al protagonista de la transición y artífice de parar el golpe y apostar por la democracia en 1981 se le permitía, sotto voce, casi todo. Hoy golpean inmisericorde a la persona de Juan Carlos de Borbón y de paso a la institución que encarna y encarnó. Una suerte de unión hipostática difícil de romper y separar y por la que fluye el siempre interesado e indefinido término de la inmunidad y la inviolabilidad, aun cuando ahora tanto se enfatiza en la persona y no en la figura del monarca.
Pero ¿qué es lo que se está investigando y que puede llevar a una imputación? Por lo pronto, la fiscalía española (recordemos que también lo está haciendo y lo inició la suiza) busca indicios de posibles delitos contra la Hacienda que el rey honorífico cometió a partir de su abdicación. La interpretación jurídica corre un tupido velo en esa dualidad pública-privada durante su etapa como jefe de Estado llevando a las cotas más absolutas la inviolabilidad. Discutible, pero que no será objeto de análisis, al margen de si durante ese tiempo se hubiesen realizado o no actividades similares a las que hora están en el ojo del huracán.
El tema se centra en determinar si Juan Carlos de Borbón omitió ingresos tributarios por encima de un monto, 120.000 euros, durante el tiempo donde la prescripción (la muerte del derecho como decían la vieja dogmática alemana) no puede todavía actuar. De ser así, a un posible delito frente a la Hacienda, se abriría otro más inquietante, cual sería el de blanqueo. Sin aquel, el delito fiscal, no hay o habría este. La punta del iceberg que se cuestiona, otra cosa es si se conocerá o no el tamaño real del propio iceberg, es una transferencia cercana a los 65 millones de euros a las cuentas de una sociedad cuya titular era la amiga personal del rey, y el presumible (presunto) origen de ese dinero, del cual se dice y se investiga si procede de comisiones por el AVE a la Meca.
He ahí el estado real de una situación donde de momento no se ha imputado nada al viejo rey y donde no se le ha llamado en calidad de investigado (el Gobierno anterior, del PP, cambió el término imputado por el de investigado). No hay en España ningún proceso judicial abierto al monarca honorífico. Solo unas diligencias abiertas desde junio pasado por la fiscalía del Supremo, órgano jurisdiccional competente al ser Don Juan Carlos persona aforada, pese a la pérdida de su condición constitucional de inviolable.
Sin duda, pese al reproche moral y ético durísimo al que se ha visto expuesto el viejo rey por su conducta personal y por la forma de gestionar e incluso salir del país, y vigente como está y debe estar para todo ciudadano la presunción de inocencia, la cuestión clave en estos presuntos delitos es la prescripción, cinco para el delito fiscal, diez años para el delito de blanqueo en su caso.
La clave por tanto, si se demuestra la existencia de los hechos, será situarlos cronológicamente en el tiempo. Y empezar a contar, pues el no ejercicio tempestivo de una acción que hace viva la reclamación o el derecho termina por matar al derecho. Ahí está la fuerza taumatúrgica de la institución de la prescripción. A ello únase el entramado de sociedades, de fundaciones, de gestores, de testaferros y un largo etcétera.
Juan Carlos de Borbón cierra o está a punto de cerrar una historial vital y un reinado que pese a ciertas sombras pudo ser modélico. Lo fue en momentos. Lo fue debido también a su talante y a las personas que le rodearon y que él supo escoger, empezando, cómo no, por Adolfo Suárez, el gran protagonista de la transición, y lo fue por un pueblo cuyo papel en esa transición siempre se olvida; un pueblo que supo respirar concordia y aceptó sin referéndum y a través de una votación en bloque, holística, de la Constitución, la forma monárquica parlamentaria, el 6 de diciembre de 1978.
Hoy muchos se ceban y tratan de clavar sus dardos en el rey emérito. Lo hacen con el verbo iracundo y el argumento agrio. Incluso se oyen voces o leen artículos de que deberían haberle privado o retirado el pasaporte. Y es que en España si queremos humillar, lo hacemos, como el enterrar, magníficamente, sin ser capaces de medir los extremos.
Juan Carlos de Borbón se aleja (le alejan), no huye de España ni se exilia voluntariamente como algunos asimilan a su abuelo, muerto en la soledad de una Roma en medio de la guerra. Sabe que el daño, que sus actuaciones del “pasado”, han pasado una factura durísima a su haber, a su persona, a su legado en la historia; que oscurecerá tremendamente su reinado y su épica, pilotar el tiempo de la dictadura a la democracia, hoy por muchos denostada y mancillada por una corrupción generalizada.
Probablemente y pese a tantos errores últimos (él no es el único culpable, pues hay quienes asesoran, otros que decidieron también y no pocos que se beneficiaron pero de los que todo se calla en estos momentos), no se merecía este escarnio último o penúltimo. No sé si quienes han decidido su marcha aciertan o no o si solo es una estrategia preventiva y defensiva que evite otros enroques, y si con ello el cortafuegos será eficiente. El juicio de la historia, de momento, es duro. Muy rígido. Mas no olvidemos la presunción de inocencia y que la justicia es igual para todos. Otra cosa es creerlo definitivamente.
Abel Veiga es profesor de Derecho en Icade