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Día Mundial
Tribuna
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Por un consumo comprometido con los derechos humanos

Estamos ante una situación sobre la que desde hace algún tiempo existe un consenso por parte de la comunidad científica para considerarla como una emergencia climática

John F. Kennedy, en aquel discurso pronunciado en 1962 ante un expectante Congreso de los Estados Unidos, puso de manifiesto de una forma visionaria la relevancia de la figura del consumidor como uno de los protagonistas indiscutibles de todo proceso productivo, aseverando de manera contundente: “Consumidores, por definición, somos todos. Son el grupo mayoritario de la economía, afectando y siendo afectados por la práctica totalidad de las decisiones económicas públicas y privadas”.

En su parlamento, el político norteamericano exhortaba a las administraciones a emprender una regulación en este ámbito, que con los años se iría concretando y desarrollando bajo las Directrices de las Naciones Unidas para Protección de los Consumidores de 1985 en torno a los fundamentales ejes de seguridad, información, libertad de elección y representación, sobre los que se ha vertebrado un joven Derecho del Consumo para la salvaguarda de valores superiores como la salud, la economía o el medioambiente.

En ese sentido, los Estados han tenido que asumir un papel activo a la hora de confeccionar sus políticas legislativas con el fin de calibrar el avance de la economía con los derechos humanos, habiéndose recogido incluso de manera específica como uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas; concretamente el número 12, que plantea la urgente necesidad de una “producción y consumo responsables”.

Precisamente, el Día Mundial de los Derechos del Consumidor que conmemoramos el 15 de marzo, debe servirnos para concienciarnos de la fuerza que a nivel colectivo tenemos como tal y de la consecuente responsabilidad para reivindicar un consumo sostenible. No olvidemos que estamos ante una situación sobre la que desde hace algún tiempo existe un consenso por parte de la comunidad científica para considerarla como una emergencia climática, de la que se desprende la obligación de un cambio en el que la fuerza de los consumidores puede ser determinante para la transformación de ciertos hábitos de consumo y la reducción de los costes medioambientales que estos provocan en el agua, el aire y el suelo.

Lamentablemente no es difícil evocar imágenes de un mar lleno de residuos y plásticos, chimeneas y tubos de escape expulsando densos vapores de dióxido de carbono o enormes montañas de desperdicios que amenazan gravemente la biodiversidad, sobre todo en aquellas regiones del planeta donde la regulación en materia de consumo y protección medioambiental resulta ser más laxa, cuando no inexistente, aspecto este que aprovechan los fabricantes que elaboran productos que luego se consumirán mundialmente.

En la sociedad globalizada e hiperconectada en la que vivimos, nuestros actos trascienden más allá de las fronteras de cualquier país siendo, por tanto, el primer paso para alcanzar el objetivo de un desarrollo sostenible, la toma de conciencia a nivel colectivo sobre esta realidad para reducir la contaminación y luchar contra las grandes desigualdades derivadas de un capitalismo desbocado. El segundo, consistirá en reclamar una mayor eficiencia a las empresas en los procesos de producción, tanto desde el punto de vista de la utilización de los recursos naturales como del uso de las llamadas energías limpias.

Las políticas dirigidas hacia un consumo informado pueden contribuir enormemente a la consecución de tales propósitos, pues sin duda una ciudadanía concienciada permitirá inclinar la balanza a través de sus decisiones y hábitos de compra, rechazando aquellas empresas y productos que en sus procesos de fabricación no hayan sido especialmente sensibles con el medioambiente. Nuestra fuerza como consumidores debe servir para obligar a las corporaciones a que adopten como elementos identificativos un modelo productivo que, además de ser competitivo, ponga en el centro a las personas y al medioambiente bajo el paradigma de un desarrollo sostenible, en el que cobran una especial relevancia los derechos de los consumidores conquistados en las últimas décadas.

No en vano, el artículo 51 de la Constitución Española de 1978 establece un mandato dirigido a los poderes públicos en virtud del cual estos deberán promover la información y la educación de los consumidores y usuarios, así como fomentar las asociaciones a través de las cuales la ciudadanía podrá canalizar su voz en aquellas cuestiones que pudieran afectarles, configurando un derecho de consumo que en nuestro ordenamiento jurídico ha demostrado una evidente transversalidad por estar presente en ámbitos tan dispares como el sanitario, en los créditos inmobiliarios, en los planes de pensiones y en una infinidad de aspectos que nos acompañan en nuestra cotidianidad. Solo con la plena garantía y cumplimiento de este mandato podremos consolidar el Estado del Bienestar.

Mª Eugènia Gay. Decana del Colegio de la Abogacía de Barcelona (ICAB).

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