¿Por qué fracasa el teletrabajo en España?
Lo que caracteriza a los países en los que triunfa es una cultura laboral fundada en la libertad responsable
La publicación de tres interesantes estudios y estadísticas de índole europea focalizados en el teletrabajo confirman el absoluto fracaso de esta forma de trabajar en España. Se trata de las publicaciones Deep View (elaborada por Notus-asr y financiado por la Unión Europea), Telework and ICT-based mobile work (Eurofound) y How usual is it to work from home? (Eurostat) que, en conjunción con los datos que publican periódicamente el INE y el Ministerio de Trabajo, describen a la perfección la realidad del teletrabajo en nuestro país.
Hoy, en pleno 2020, a pesar de que casi el 100% de las empresas nacionales poseen conexión a internet y que tres de cada cuatro ponen a disposición de sus empleados dispositivos con una conexión móvil, solo el 4% de las personas trabajadoras tiene la opción de trabajar habitualmente desde fuera de su centro de trabajo. Visto desde el otro extremo: nueve de cada diez trabajadores españoles nunca puede optar por trabajar desde su casa. Como cabría esperar, este desinterés por el teletrabajo se sustancia en la negociación de los convenios colectivos: poco más del 3% de los acuerdos laborales firmados en el último lustro contienen cláusulas sobre teletrabajo, que afectarían a menos del 10% de las personas trabajadoras.
Se trata de cifras a todas luces ridículas cuando se comparan con las de nuestros vecinos europeos. La media de teletrabajadores habituales en Europa dobla a la española, mientras que muchos países nórdicos triplican nuestras cifras (por ejemplo: el 15% de los trabajadores de Países Bajos teletrabaja regularmente).
Los beneficios del teletrabajo son tan abrumadores como ya indiscutibles: el teletrabajo está plenamente aceptado como una herramienta ideal para la conciliación de la vida laboral y personal; su implantación contribuye a aumentar la productividad laboral (hasta un 6% según la Universidad de Zaragoza); concita un amplio consenso sobre su utilidad para la atracción y retención del talento (especialmente entre los jóvenes, hasta el punto de representar el principal factor para estos fines, según el IV Barómetro sobre la gestión de talento de EAE); es evidente que es una magnífica herramienta para reducir las emisiones CO2 en las ciudades; incluso se distingue como una solución alternativa para la continuidad del sistema productivo ante hechos excepcionales (la recomendación del Gobierno chino para trabajar desde casa es el último caso, pero existen precedentes como los ocurridos en los atentados de Bruselas). Ante tal amalgama de bondades, ¿cómo es posible que no adoptemos esta forma de organización del trabajo de una forma más generalizada?
Una de las justificaciones más habituales reside en la supuesta apatía legislativa; en la ausencia de medidas de impulso para animar a su adopción en las empresas. Sin embargo, desde el Acuerdo Marco Europeo sobre Teletrabajo de 2002 hasta la Directiva 2019/1158, llevamos casi 20 años intentando que el teletrabajo cale en nuestro tejido productivo. Sin ir más lejos, el Real Decreto Ley 6/2019 incluye la “prestación a distancia” como herramienta para conciliar la vida laboral y familiar. Paradójicamente, los países con mayores índices de teletrabajo son precisamente aquellos que menos leyes promulgan en defensa de la conciliación. No las necesitan: para ellos, teletrabajar para conciliar es considerado como una obligación embridada en su forma de concebir las relaciones laborales.
Otra de las respuestas clásicas se centra en las denominadas razones estructurales. La morfología de nuestro tejido productivo, volcada en sectores muy vinculados al turismo y las actividades inmobiliarias, anclaría al trabajador a su centro de trabajo. Pero este factor, solo y por sí mismo, no justifica tal divergencia. Existen otras razones, de mucho más peso y con raíces más profundas, que explican este gran desfase. Y todas ellas gravitan alrededor del mismo concepto: nuestra obsoleta cultura laboral.
Es poderosamente llamativo como el estudio Deep View destaca la mala percepción que tienen los trabajadores españoles del teletrabajo, hasta el punto de ser el único país donde se constata una opinión negativa. El principal motivo de queja gira sobre su concesión, en demasiadas ocasiones efectuada bajo criterios poco profesionales. Por ejemplo, otorgándose a cambio de prolongar la jornada laboral o incrementar la disponibilidad horaria, o como una suerte de favor que debe devolverse más adelante.
Más allá de la evidente ilegalidad de muchas de estas prácticas, este uso inapropiado del teletrabajo, ya sea por mala fe, por incapacidad o por ignorancia, acaba destruyendo su esencia (no lo olvidemos nunca: se trata de una forma de organización del trabajo que facilita la conciliación) y generando un lógico rechazo entre las personas trabajadoras.
Y por último, está la arraigada y tan poco beneficiosa tendencia al presencialismo y al control visual de la actividad. Una práctica estrechamente vinculada con la desconfianza hacia el trabajador y su capacidad de autogestión. Pues bien, debemos tenerlo claro: si por algo se caracterizan aquellos países donde triunfa el teletrabajo es por desplegar una cultura de gestión laboral basada en la confianza y en la libertad con responsabilidad. Se trata de una concepción de las relaciones laborales donde la persona trabajadora es autónoma por definición, donde su desempeño está sujeto a objetivos empresariales predefinidos, razonables y alcanzables. Por supuesto, sin desdeñar el control y la vigilancia, pero siempre bajo un enfoque que prioriza el hacerlo bien despreciando el dónde lo haces. Esta es la clave, la razón fundamental que explica el fracaso del teletrabajo en nuestro país y por qué no triunfará hasta que exista un profundo y radical cambio en la mentalidad laboral española.
José Varela es Responsable de digitalización en el trabajo de UGT