Retos ineludibles para una legislatura que empieza
Sería deseable adaptar nuestras cuentas públicas a nuestra realidad actual, y no a la de 2018, mediante la aprobación de unos presupuestos generales en línea con Bruselas
Iniciada esta nueva década, no está de más echar la vista atrás para ver en qué situación nos encontrábamos hace tan solo diez años: al inicio de 2010, el conjunto de nuestra economía decrecía un 3,6%, teníamos una tasa de paro cercana al 19% y un déficit público algo por encima del 11%, cifras estas que, en el contexto actual, pueden parecernos increíbles, pero que no deberíamos olvidar.
En la actualidad, la economía española está creciendo por encima de la media europea –nuestro PIB ronda el 2%, porcentaje nada desdeñable– y hemos reducido el paro alrededor de cinco puntos –aunque la cifra de desempleados sigue siendo escalofriante–, si bien continuamos teniendo un déficit –en una horquilla entre el 2 y el 2,5%– de los más elevados de la UE. En definitiva, no podemos lanzar las campanas al vuelo, pero la mejora de los parámetros citados en esta última década resulta incontestable.
Punto y aparte merece la cuestión de la deuda pública, que en este tiempo casi se ha duplicado –ha pasado del 53% al cierre de 2009 a casi el 100 % del PIB en la actualidad–, si bien es cierto que, aun siendo muy abultada, no dista de la de otras economías avanzadas, y que, en estos momentos, se ve claramente beneficiada por una política de tipos reducidos del BCE que, por sentido común, no podrá mantenerse eternamente. Es evidente que la deuda no es la única variable a tener en cuenta en el devenir económico de un país –y para muchos tampoco la más determinante–, pero no cabe duda de que su minimización permite abordar políticas expansivas en el gasto sin necesidad de elevar los tipos impositivos, como, en la actualidad, están pudiendo hacer en algunos países como, por ejemplo, en Alemania.
En cuanto al déficit, es una obviedad que no deberíamos apartarnos de la senda de la consolidación fiscal. Por tanto, mantener el Estado del bienestar y cubrir las crecientes necesidades sociales y asistenciales –derivadas, entre otras cuestiones, del envejecimiento de la población, del desempleo y del aumento de las desigualdades–, y hacerlo sin aumentar la presión fiscal y provocar desfases presupuestarios, no será una tarea fácil, aunque no imposible si somos capaces de mantener nuestros niveles de crecimiento mediante el incremento de nuestra competitividad y la mejora de la productividad.
Para ello, hemos de atender algunos retos ineludibles, entre los que habría que destacar la transición ecológica, la integración social y la transformación digital, que deberíamos afrontar desde el liderazgo de manera perentoria y que el recién constituido Gobierno prioriza –aunque por ahora, como es lógico, solo de forma nominal– a la vista de la inclusión de estas materias en las áreas de trabajo de varias de las carteras ministeriales.
A estos desafíos, hay que sumarle otros, como el demográfico o la atracción de talento y capital, que también son comunes para muchos países. Pero existen otros retos que son más específicos de nuestra economía como son la redefinición de nuestro modelo industrial, energético y turístico; la mejora del modelo educativo; la apuesta decidida por la I+D+i; la creación de empleo cualificado, especialmente para la gente joven; la racionalización de las infraestructuras; encarar el problema de la vivienda en las grandes ciudades y el de la despoblación; avanzar en materia de igualdad de oportunidades; buscar fórmulas para el sostenimiento de nuestro sistema de pensiones ante la incorporación de la generación del baby boom, o acometer la eternamente aplazada reforma de la financiación autonómica, así como la consiguiente revisión de los tributos ligados a dicha financiación.
Para abordar todos estos retos sería deseable adaptar nuestras cuentas públicas a nuestra realidad actual –y no a la de 2018– mediante la aprobación de unos presupuestos generales que estén en línea con las directrices emanadas de Bruselas y que nos permitan parapetarnos ante la relajación del ritmo de la economía mundial.
Esta merma del crecimiento global cobra especial relevancia en un mundo interconectado en todos los niveles, en el que –como nos recuerda el ”efecto mariposa”– una leve distorsión en un lejano país puede provocar un tornado en otro (y no digamos ya si esa distorsión tiene una magnitud mayor, como es el caso del Brexit, del que aún queda un largo recorrido plagado de incógnitas). Es por ello que entiendo que nuestros gobernantes deberían ser prudentes y actuar con cautela, evaluando ingresos y gastos con exquisita precisión.
Dicho esto, tampoco deberíamos caer en el alarmismo. En un artículo publicado en el último número de la revista de nuestra institución, titulado ¿Felices años veinte?, el reputado economista Juan José Toribio afirmaba que “si todos estos argumentos prodesaceleración fueran operativos a la vez, la economía global no registraría una desaceleración, sino una crisis profunda y duradera”. A continuación, añadía lo siguiente: “Pero no hay que alarmarse en exceso: las profecías económicas formuladas en términos de catástrofe han resultado casi siempre falsas. La historia lo demuestra”, palabras estas que, desde la humildad, comparto al cien por cien. Trabajemos entonces para que la historia, en este caso, se siga repitiendo, aparcando las diferencias y buscando aquello que nos une –que seguro que es mucho más de lo que pensamos–, materializándolo en proyectos que redunden en beneficio de un gran país como es el nuestro.
Valentín Pich es presidente del Consejo General de Economistas de España