¿Para cuándo un Gobierno para España?
Si queremos consolidar la bonanza económica, hay que impulsar reformas ya
Casi tres meses después de la celebración de las elecciones generales, iniciado el debate de investidura del presidente del Gobierno –con resultados inciertos que podrían llevarnos a la celebración de unos nuevos comicios–, muchos ciudadanos sentimos que el tiempo va corriendo en un magma de broncas negociaciones, mientras que los problemas que acucian a nuestra sociedad y las posibles medidas para resolverlos –que es precisamente para lo que ejercimos nuestro derecho al voto– van quedando postergados sine die.
Si bien en ocasiones la economía ha crecido en momentos de incertidumbre, lo más habitual es que la inestabilidad política genere inseguridad jurídica, reduzca el consumo de bienes duraderos, influya negativamente en la toma de decisiones de los inversores y acabe afectando al empleo. Además, a diferencia de otros períodos –sin ir más lejos, en 2016–, las circunstancias son otras y los vientos de cola que empujaron a nuestra economía hace tres años ya no lo hacen con el mismo ímpetu debido a las guerras comerciales, las políticas proteccionistas, los riesgos en el seno de la UE –fundamentalmente por el abrupto desarrollo del Brexit– y las tensiones en Oriente Próximo que podrían encarecer el precio del petróleo.
Dicho esto, tampoco conviene ser alarmistas. La realidad es que el PIB de nuestro país está creciendo por encima del resto de países de la zona euro. Así, la Comisión Europea acaba de mejorar las previsiones para España en dos décimas para este ejercicio –del 2,1 al 2,3%–, pero también nos ha recordado las amenazas que se ciernen sobre la economía europea –y por tanto también sobre la española– ante las que conviene parapetarse acelerando el ritmo en la adopción de reformas que permitan realizar ajustes para evitar que nuestro déficit se desboque más de la cuenta.
Tampoco debemos, por tanto, lanzar las campanas al vuelo porque, aunque hayamos conseguido abandonar por fin el procedimiento de déficit excesivo –al conseguir reducirlo por debajo del 3%–, nuestro desfase presupuestario sigue siendo de los más altos de la UE, lo que, sumado a nuestra elevadísima deuda pública, hace a la economía española muy vulnerable ante crisis financieras que puedan producirse.
Esta incertidumbre política que estamos viviendo no favorece una adecuada actividad normativa para abordar los retos a los que hemos de enfrentarnos a medio y largo plazo, y nos lleva a prorrogar unos presupuestos tras otros, lo que impide la adaptación de las cuentas públicas a la realidad de cada momento, avanzar en la senda de la consolidación fiscal y acometer grandes proyectos reformistas.
No podemos perder más el tiempo, porque lo que nos jugamos es la posibilidad de apuntalar el momento de bonanza contenida en que se encuentra nuestra economía y mantener el Estado del bienestar. A este último respecto, no hay que olvidar que las comunidades autónomas son las responsables de gran parte de los servicios que conforman la parte nuclear del Estado del bienestar –como son la educación, la sanidad y los servicios sociales–. Es por ello, que, una vez más, me permito insistir en la necesidad de afrontar de manera urgente la reforma del sistema de financiación autonómica, haciéndolo más transparente, menos arbitrario y que pueda garantizar una suficiencia financiera y una distribución de recursos con los que atender de manera adecuada tan trascendentales servicios públicos: en cuanto a sanidad y dependencia, por las crecientes necesidades debidas al envejecimiento de nuestra población; en cuanto a educación, porque constituye un importantísimo factor de competitividad en el que lamentablemente no salimos muy bien parados en las comparativas internacionales, tanto en estudios universitarios como en formación profesional. No hay más que ver el decepcionante resultado de las universidades españolas en cualquiera de los rankings que existen para darse cuenta de que el sistema universitario necesita reformas, entre otras, en materia de financiación y de gobernanza. Por su parte, la formación profesional, que no acaba de despegar en nuestro país, requeriría una mayor flexibilidad y, sobre todo, una mayor conexión con la empresa, lo que ayudaría a subvertir la lacra del paro juvenil –con una tasa de casi el 35% en el primer trimestre de 2019–, que constituye uno de los principales problemas estructurales de nuestra economía.
Precisamente, esta última cuestión está íntimamente ligada a otro de los grandes problemas que preocupan a los españoles: el sistema de pensiones, cuyo modelo actual de reparto –es decir, en el que las cotizaciones de los trabajadores en activo financian las pensiones de los jubilados– hace dudar a muchos sobre su futura sostenibilidad, y sobre el que nuestros políticos no acaban de dar respuesta.
Hemos citado algunas de las cuestiones que entiendo, sin miedo a equivocarme, que preocupan a muchos españoles; pero, obviamente, hay otras: se necesitan medidas para atraer y retener el talento y el capital; fomentar la investigación e innovación de manera eficiente; y generar actitudes enfocadas a crear entornos amables de negocios y a gestionar los recursos siempre escasos y de creciente demanda. La suma de estos factores podrá servir de sustrato para la creación de riqueza, lo que es absolutamente compatible con la inclusión social y el respeto medioambiental. Ello también podrá ayudar a aumentar el empleo –en cantidad y calidad– y la productividad, así como los ingresos del Estado, con lo que se podrán realizar nuevas inversiones, atender las necesidades de los más desfavorecidos y mejorar las condiciones de la ciudadanía. Esperemos que aquellos en quienes depositamos nuestra confianza a través de las urnas aparquen sus políticas de enfrentamiento, consensúen posturas y actúen bajo una máxima que los de mi generación oímos durante la Transición con mucha frecuencia: con sentido de Estado; porque, lo queramos o no, el tiempo corre de forma inexorable.
Valentín Pich es presidente del Consejo General de Economistas de España