La tecnología en el jardín del bien y del mal
Las colectividades tienen el derecho y el deber de regular la forma y los fines de la técnica
Apartir de principios del siglo XIX la idea de “progreso” se convirtió en la referencia fundamental de los nuevos tiempos. Lo que subyacía era la percepción de que el avance material propiciado por la tecnología conduce inexorablemente, paso adelante, paso atrás, a una sociedad mejor y a una mejor calidad de vida de las poblaciones. La mayor parte de las ideologías y doctrinas políticas que aparecen en los siglos XIX y XX comparten esta creencia, si bien difieren las fórmulas que proponen para gestionar los resultados de esos avances.
Durante doscientos años ha predominado el convencimiento de que la humanidad sólo puede evolucionar a mejor aplicando las posibilidades que ofrece el acelerado, y se supone que ilimitado, florecer de la ciencia y la tecnología. Incluso la evidencia de los desastres del siglo XX, que se han debido en buena parte a una perversa utilización de las más avanzadas tecnologías, ha influido poco en esa percepción del ineluctable progreso. Y cuando algunos de los más eximios protagonistas de la aventura científico-tecnológica han llamado la atención sobre la necesidad de recapacitar y tomar distancias respecto a los efectos de la aplicación de sus descubrimientos, apenas han conseguido convertirse en objeto de abultados dosieres de los servicios de seguridad, o en habitantes del gulag.
Para proseguir con este razonamiento no será malo preguntarse ¿Qué es, en definitiva, la tecnología? Una prolongación de las manos, de las capacidades de actuación del cuerpo humano. Nunca ha dejado, ni podría hacerlo, este carácter, por mucho que en ocasiones hayan sido espectaculares sus logros. Lo sabemos, aunque a veces parecemos olvidarlo. El siglo XX ha sido el de la gran turbulencia, en el que la explosión del conocimiento aplicado ha cambiado las reglas del juego del devenir de la humanidad. Un ejemplo, pero no el único, es la capacidad, nada hipotética, de destrucción del planeta por el arsenal nuclear acumulado en los últimos ochenta años. Nos hemos acostumbrado a vivir con esta amenaza sobre nuestras cabezas, y podemos estar contentos de que los episodios de histeria colectiva a que ha dado lugar hayan sido muchos menos que los razonablemente posibles. Sin embargo, ahora sabemos que la catástrofe ha estado cerca en más de una o más de dos ocasiones. Lo que ocurre es que los logros de la tecnología son tan espectaculares y cercanos al día a día que hacen olvidar otras cosas.
Al mismo tiempo, y en positiva contrapartida, las tecnologías biomédicas han salvado tal cantidad de vidas y han contribuido de tal manera a un mejor estar en el mundo de los humanos que sólo cabe bendecirlas. Son los dos extremos del progreso tecnológico y no sería ni sensato, ni honesto, limitar la discusión, según los intereses en presencia, a uno o al otro. Lo que nos hace volver al carácter instrumental del desarrollo tecnológico. Es un instrumento, un medio, y sus efectos serán de una manera o de otra en función de los fines a que se aplique. Lo que se quiere decir es que la tecnología en sí no es buena ni mala, no puede ser sujeto de valoración moral o ética. Está en la capacidad de decisión personal de cada tecnólogo analizar a qué quiere dedicar el conocimiento que la sociedad le ha proporcionado. Son las personas las que aportan valores al conocimiento al aplicarlo; el conocimiento en sí no es portador de valores. Y al expresar esto no se está pensando sólo en los casos extremos mencionados (tecnologías médicas frente a tecnologías de destrucción) sino a toda la extensa gama de posibilidades que nuestras complejas sociedades ofrecen. Finalmente, y sobre todo, hay que terminar con el lugar común de que todo lo nuevo y avanzado es mejor para nuestras formas de vivir.. Lo nuevo, por ser nuevo, no es necesariamente mejor. Aunque incorpore las tecnologías más avanzadas. Con las novedades tecnológicas se puede ir a más o se puede ir a menos, y la historia nos ilustra sobre ambas posibilidades. Por no ir, una vez más, a temas en los que está en cuestión la permanencia de la vida en el planeta, bien sea por catástrofe nuclear o por agotamiento de los recursos y crisis de la habitabilidad, se puede llamar la atención sobre algo tan actual como las redes sociales. No son ni buenas ni malas en sí. Proporcionan una capacidad de proyección personal que para muchos abre posibilidades de expresión que nunca hubieran soñado, y eso es bueno. Pero, al mismo tiempo, se han convertido en plataformas de irresponsabilidad y difusión de mentiras, incluso utilizadas por líderes mundiales y, a otro nivel, en foros de desasosiego, tensiones e insultos impunes. A estas alturas, es difícil juzgar cuál de sus aspectos, positivo o negativo, parece más relevante. Pero lo que es cierto es el clamor sobre la necesidad de regular el acceso a tales redes, las dificultades técnicas que ello conlleva, y la respuesta, teñida de hipocresía, que se opone en aras de la defensa de una presunta libertad de expresión.
Es necesario insistir: la tecnología no es buena ni mala, sino un instrumento en manos de quienes la poseen. Y las colectividades tienen el derecho y la obligación de regular la forma y los fines a que se aplica. Los poderes públicos se sienten acorralados en este tema (como en tantos otros) y no terminan de encontrar su propia posición para abordarlo. Son débiles porque se saben débiles. Sin embargo, es necesario reivindicar la capacidad de los gestores del bien común para defender éste, independientemente de campañas a favor o en contra. No son los movimientos mediáticos en función de unas próximas expectativas electorales lo que justificará a nuestros políticos ante la historia, sino la energía y claridad de ideas con las que ejerzan el poder del que temporalmente disponen. Esa temporalidad del ejercicio del poder que es la grandeza de la democracia y, al mismo tiempo, fuente de debilidad cuando la estatura del ejerciente no se corresponde con esa grandeza..
Hablemos, pues, de política, pero de política a lo grande. La política que permite plantearse las cuestiones que de verdad importan y no la mera gestión de los intereses a corto plazo en función de las expectativas electorales. Si se está de acuerdo con esto, puede quedar abierto el debate, un debate que no será como los que habitualmente vemos en nuestras tribunas y parlamentos, sino que afectará a cómo queremos que sea la sociedad en la que se pueda vivir.
Jesús Rodríguez Cortezo es Miembro del Foro de Empresas Innovadoras