_
_
_
_
El Foco
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Debe debatirse sobre la ética de la digitalización

Los análisis sobre la transformación no pueden limitarse a los aspectos técnicos

PIXABAY

Frente a las visiones de una inteligencia artificial (IA) centradas únicamente en su aportación a la productividad empresarial o focalizadas en su valor para los objetivos del Estado, Europa está situando en el centro del tablero el debate sobre la “ética de la IA”. Extrapolando el significado de la entrada “ética” que recoge el diccionario de la Real Academia Española, podemos definir la “ética de la IA” como el “conjunto de normas morales que han de regir la aplicación de la IA en cualquier ámbito de la sociedad y la economía”.

El necesario debate abierto por Europa, impulsado a través de los trabajos del grupo de expertos de alto nivel establecido por la Comisión Europea, tiene, sin embargo, carencias. Una limitación importante es su excesivo foco en una parte de la cadena de valor: el diseño de los productos y servicios basados en IA. Una enmienda mayor es su carácter incompleto: ¿Por qué debemos hablar solo sobre la “ética de la IA” y no abrir un debate más amplio sobre la “ética de la digitalización”? Quizás en la ausencia de este debate está la raíz del neoludismo y la desconfianza hacia la transformación digital.

Cerramos los ojos si queremos pensar que solo la aplicación de la IA podría plantear un cuestionamiento del sistema ético de nuestra sociedad. También lo hace el desarrollo y despliegue masivo de aplicaciones basadas en otras tecnologías disruptivas. Los dispositivos de neurohacking destinados a incrementar las capacidades sensoriales, la siembra masiva de sensores en nuestras ciudades que capturan datos generados por la ciudadanía sin su consentimiento, la producción no circular de dispositivos que conduce a la sobreexplotación de los recursos naturales de países en desarrollo, el carácter adictivo introducido en los servicios digitales de uso cotidiano,… son solo algunas de las evidencias que obliga a extender la deliberación a la “ética de la digitalización”.

Ampliado el debate a la “ética de la digitalización”, retomo la primera de las limitaciones que señalaba, su casi exclusiva focalización en el diseño de productos y servicios. Es obvio que la implementación de la “ética de la digitalización” comienza por introducirla en la agenda de los consejos de administración. Por ejemplo, no tendríamos ahora las democracias en riesgo si un ejecutivo no hubiese decidido que el targeting digital era un producto de marketing apto para ser ofrecido a cualquier persona, incluidos aquellos con intenciones políticas oscuras. No obstante, la responsabilidad sobre la incorporación de la deontología a la transformación digital se extiende por toda la cadena de valor digital, incluidos quienes intervienen en su producción y quienes los consumen.

La lógica del emprendimiento digital nos conduce a pensar en una responsabilidad exclusiva de los dirigentes de las empresas tecnológicas sobre la producción de sus servicios y aplicaciones. Nos olvidamos que estos no podrían existir sin la intervención de ingenieros y otros especialistas que participan en su construcción y mejora conceptual. También ellos son responsables de la implantación de la “ética de la digitalización”, como demostraron los trabajadores de Microsoft enviando cartas al consejo directivo de la compañía mostrando su descontento con los contratos de la empresa para desarrollar aplicaciones para el ejército y la Agencia de Control de Inmigración estadounidenses. Su mensaje era claro: “Nos negamos a crear tecnología para la guerra y la opresión”.

No menos importante es la responsabilidad de los consumidores sobre el establecimiento de la “ética de la digitalización”. No está extendida la lógica del consumo responsable a la esfera digital. Las excusas del desconocimiento de las consecuencias de elegir un producto digital por el consumidor no siempre son válidas. Es evidente cómo algunas aplicaciones digitales conducen, por ejemplo, a la precarización del empleo y, sin embargo, preferimos ignorarlo.

El consumo digital también puede y debe ser responsable, comenzando por una demanda a los proveedores de mayor de información sobre el impacto social de sus productos y servicios.

Los debates sobre la transformación digital no pueden limitarse a los aspectos técnicos y económicos. Es alentador para todos que la exigencia de responsabilidades a los líderes de los gigantes tecnológicos sobre las consecuencias sociales de sus productos esté proliferando.

Sin embargo, necesitamos medidas que aseguren la extensión de la “ética de la digitalización” a toda la cadena de valor. En su impulso habrán de intervenir Gobiernos y todas las partes interesadas. Por ejemplo, los curricula educativos de las profesiones STEM han de transcender aspectos técnicos e incluir la aplicación de la ética y las organizaciones de consumidores han de ser centrales en promover el consumo digital responsable.

Más allá de tecnologías concretas como la IA, el mantenimiento de nuestro sistema de valores ha de regir toda la transformación digital. Ni más ni menos que en otros ámbitos de nuestras vidas.

Emilio García García es expresidente de Astic

Archivado En

_
_