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Lealtad, 1

El taxi: una batalla de 2.000 millones (solo en Madrid)

El conflicto del transporte privado saca a la luz el perverso efecto a largo plazo de la limitación de licencias

Efectivos de la Policía Nacional entre un vehículo de licencia VTC y un taxi a las puertas del recinto ferial de IFEMA.
Efectivos de la Policía Nacional entre un vehículo de licencia VTC y un taxi a las puertas del recinto ferial de IFEMA.Chema Moya (EFE)
Nuño Rodrigo Palacios

La pelea del taxi es más vieja que la rueda: los que están dentro del mercado, monopolístico hasta hace muy poco, no quieren entrantes. Los que están fuera quieren entrar. Vieja historia. Ambas partes (de momento hay dos) tienen sus argumentos, falaces en su gran mayoría.

 Tiene uno la manía de, a veces, llevarlo todo al anodino plano de las finanzas. En las últimas dos décadas las licencias de taxi están congeladas: en Madrid ha pasado de 15.500 a 15.649 entre 1994 y 2018. En Barcelona, de 11.144 a 10.522. En este mismo plazo la población de Madrid ha crecido un 30% y la de Barcelona, un 18%. El PIB nominal ha aumentado, en un periodo menor (2000-2017), un 92% y un 70%, respectivamente. En otras palabras, los mismos taxis han prestado servicio a más gente y a gente con (en teoría) más dinero. ¿Defienden los taxistas un lucrativo coto cerrado? ¿Están tan enfadados porque viven demasiado bien?

Aplicando la lógica del mercado, si una actividad no tiene competencia y opera en un mercado creciente sus rendimientos son también crecientes, además de sostenibles y, en apariencia, seguros. Una vaca lechera: como Google hoy, Microsoft en su día o, por ser un poco más precisos, las compañías eléctricas desde el Big Bang, más o menos.

En todos estos casos, por más que los empleados de estas compañías suelan cobrar por encima de la media, el gran beneficiado es el factor capital (equity, en inglés), que es el beneficiario de los flujos de dinero actuales y futuros. En el caso de los taxistas, el factor capital es la licencia de taxi; es ahí donde se refleja la posición de dominio.

En paralelo, junto al estancamiento de las licencias y el (presumible) alza del negocio, los tipos de interés bajos han operado, también, a favor del precio de la licencia, el equivalente del impacto en el valor en Bolsa de las empresas: con un tipo de interés bajo es más sencillo para un aspirante a taxista endeudarse y comprar la licencia: hay un flujo de efectivo estable y predecible para pagar los intereses y amortizar capital. Finalizado el plazo del crédito, la licencia está en propiedad. De hecho, no es necesario conducir un taxi para tener una licencia, y si alguien tiene ahorros puede invertir en una y pagar a otro para que lo haga.

Todos los elementos contribuyen a elevar el precio de la licencia de taxi, casi cuatro veces en década y media, hasta rondar los 140.000 euros en las grandes ciudades. Entre 2003 y 2008 en Barcelona pasaron de 41.000 a 135.000 euros. Más que ningún otro activo financiero. El mercado, puñetero, siempre se las ingenia para asignar precios, y en el caso del taxi lo escaso no son los taxistas, sino las licencias. Por eso los nuevos taxistas salen al mercado cargando con una mochila tan pesada como la hipoteca de una casa. Solo financiar la licencia puede suponer unos 800 euros mensuales, sin contar con los gastos propios de la actividad. Un condicionante de primer orden sobre el negocio, la regulación y el conflicto actual.

Podría decirse que los taxistas han creado su propia burbuja; siendo los principales opositores a la concesión de nuevas licencias, la escasez de éstas no ha dado valor a su trabajo, sino que lo ha erosionado en favor del capital (la licencia). Y cuando la rentabilidad del capital es demasiado alta, pasa lo que pasa: los inversores elevan los precios y el endeudamiento se dispara. La llegada de las VTC ha hecho saltar por los aires el presunto equilibrio, si bien la restricción de licencias VTC crea también burbujas análogas, y de crecimiento aún más rápido, en estas otras licencias.

El caso de Uber y Cabify es similar, con la diferencia de que existe una “doble licencia”. Por un lado la licencia VTC exige un desembolso puntual, pero el tenedor de ésta tiene, además, que pagar un porcentaje de cada carrera al Uber o Cabify de turno por acceder a su red. Las licencias VTC son más baratas que las de taxi a causa de esta especie de dividendo, que a su vez provoca que estas empresas alcanzan valoraciones demenciales. El porcentaje que se lleva Uber es, en definitiva, una renta a la que los ayuntamientos han renunciado en favor de los tenedores de las licencias.

¿De cuánto dinero estamos hablando? Es muy sencillo: solo en Madrid hay 15.000 licencias. A 135.000 euros la unidad, el resultado son 2.025 millones de euros. Ese sería el valor que el mercado de las licencias ha dado al mercado del transporte en la capital (o, mejor dicho, a los flujos de capital que se derivan de éste).

Que las licencias de VTC estén más concentradas en pocas manos no es fruto del modelo de negocio, casi idéntico en el aspecto financiero, sino del momento en el que éste se ha puesto en marcha. Y si los taxistas defienden el valor de sus licencias a costa de que no haya VTC, las empresas de VTC defienden ese dividendo que reciben gratuitamente por su dominio de un mercado que vale mucho dinero. Ésa, y no otra, es la pelea.

La debilidad del taxi, no obstante, es doble: por tener precios regulados y por soportar (me atrevo a decir, aunque sin datos) mayores niveles de deuda. Aunque ya conocen el viejo dicho: si debo 1.000 dólares tengo un problema, pero si debo un milllón, el problema lo tiene el banco.

PD. La patata caliente para el legislador es ver en qué condiciones un modelo casi sin regular puede competir con uno de servicio público con precio regulado y valorar sus consecuencias. Suerte con eso.

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Sobre la firma

Nuño Rodrigo Palacios
(Barcelona, 1975) es subdirector de Cinco Días. Licenciado en Economía por la UAM, inició su carrera en CincoDías en 1998, especializándose en información financiera. Ha sido responsable de Mercados, de la edición Fin de semana y de la sección Cinco Sentidos. Redactor jefe a partir de 2007, de 2011 a 2021 se ocupó de la edición digital.

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