Póngale su nombre a su empresa
El empresario que pone en juego su reputación personal envía una señal de inteligencia corporativa Las reputaciones son como el sushi casero, su elaboración lleva eones y se consume en segundos
A pesar de la literatura de aeropuerto, en el mundo de la gestión existen pocas certezas. Un amigo decía, al hilo de lo difícil del algoritmo del éxito, que si los empresarios se pararan a pensar hasta qué punto es difícil su oficio optarían por algo más tranquilo. Es más fácil, como sugiere Michael Porter refiriéndose a la estrategia, decidir lo que no hay que hacer. Por ejemplo, hay que evitar construirse una mala reputación. La mala reputación espanta a los clientes y convierte a las compañías en excompañías.
Las reputaciones, como es sabido, son frágiles y asimétricas como el sushi hecho en casa; la elaboración lleva eones y se consume en segundos. De igual mismo modo, las reputaciones se construyen en años y se destruyen en minutos.
No es una exageración. En 1991, el propietario y primer ejecutivo de una exitosa cadena de joyerías ultra low cost nos regaló un estupendo ejemplo. En un evento público muy concurrido alguien le preguntó cómo era posible que sus joyas fueran tan baratas. En un arrebato de sinceridad suicida, contestó que sus productos eran una porquería. Que eran tan baratos como un bocadillo, pero probablemente menos duraderos. Un error no forzado de libro. Las consecuencias fueron tales que merecieron un epónimo. Busquen efecto Ratner en Wikipedia.
La tormenta perfecta; los clientes dieron la espalda a la compañía, que perdió cientos de millones de libras de valor de mercado y se vio obligada a cambiar de nombre para continuar a flote. El lenguaraz propietario, además de dimitir como primer ejecutivo, sufrió un importante esguince de bolsillo. Una estupidez. En su célebre ensayo, el historiador Carlo Cipolla observó que para distinguir a las personas inteligentes de las estúpidas basta con analizar su conducta desde dos ángulos. El primero tiene que ver con en qué medida las cosas que hacen les benefician o perjudican. El segundo se refiere a si esos mismos actos benefician o perjudican a los demás. La combinación da lugar a distintos tipos de personas. Las inteligentes se ayudan a sí mismas y a los demás. Los bandidos se aprovechan de los demás. Los estúpidos, por su parte, perjudican a los demás perjudicándose a sí mismos por el camino. De acuerdo a este criterio el joyero deslenguado fue un estúpido; no solo perjudicó a sus clientes, sino que se pegó un tiro en el pie.
Cabría extender el razonamiento de Cipolla a las compañías. Las inteligentes practican el egoísmo ilustrado. Miran por su propio interés cuidando el ajeno. Las dedicadas al bandidaje miran exclusivamente por su propio interés y las estúpidas son aquellas dedicadas a la depredación que, como consecuencia, acaban perjudicándose. Aunque pueden prosperar temporalmente, el bandidaje y la estupidez corporativa son evolutivamente desventajosos en una economía de mercado que funcione razonablemente bien. Por eso buena parte del aparataje normativo de las compañías tiene como objetivo desincentivar ese tipo de conductas. Y por eso la reputación es tan importante. Sirve para señalar a las compañías inteligentes, a las que los clientes prefieren.
El problema de estos es distinguirlas dado que todas, lo sean o no, pretenden serlo. Para distinguirse, las compañías inteligentes deben enviar señales costosas, que no puedan permitirse las demás. Como las gacelas que dan cómicos saltos cuando les persigue un depredador. Buscan hacerle entender al león que más le vale buscarse otra presa dado que están tan en forma que incluso pueden permitirse dar saltitos.
De acuerdo a un estudio publicado por la American Economic Review y reseñado recientemente por The Economist, poner a la compañía el nombre del propietario podría ser una relevante señal de inteligencia corporativa. Tras analizar una enorme muestra de compañías europeas, los autores constataron el mayor éxito de aquellas que comparten nombre con su propietario. Tanto más cuanto más infrecuente es el nombre. La explicación tendría que ver con la señal: cuando le ponen su nombre a la compañía, los empresarios ponen en juego también su propia reputación. Solo toman esa decisión si están persuadidos de que los clientes no se van a manifestar en el portal de su casa. Los clientes, de acuerdo al estudio, entenderían el valor del gesto para señalar inteligencia corporativa y decidirían premiarlo. Así que ya saben; si van a montar un negocio y están buscando algunas reglas básicas para el éxito, allá va una: pónganle su nombre a su compañía. Los clientes les premiarán. Y evitarán tentaciones.
Ramón Pueyo es socio de governance, risk and compliance de KPMG en España