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El Foco
Tribuna
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¿Por qué es más útil producir ‘smartphones’ que violines?

Los saberes ‘inútiles’, que tantos quieren fuera del currículo, son la columna vertebral de la escuela No hace falta ser Aristóteles para sospechar que existen demasiadas ciencias que no lo son

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Con una soberbia displicente se exige a la escuela que proporcione saberes útiles frente a saberes que podríamos llamar ornamentales. Uno pensaría ingenuamene que la distinción se funda en la verdad, tratándose en un caso de saberes verdaderos, por humildes que sean, frente a saberes acaso válidos pero nunca demostrativos y, por tanto, siempre sujetos a polémica. Pero está lejos de resultar evidente la presunta implicación de verdad y utilidad. En cualquier caso, bajo el signo de la utilidad se estaría señalando a las ciencias positivas y sus tecnologías asociadas.

Ahora bien, no hay saber –por discutible que sea su estatuto– que no se arrope hoy con el manto de la ciencia: el derecho es ciencia jurídica, el periodismo ciencia de la información e incluso se presentan como ciencias de la seguridad las técnicas de los servicios privados de policía y vigilancia...

No hace falta ser Aristóteles para sospechar que hay aquí demasiada ciencia que no lo es. La cuestión es compleja y el objetivo es oscuro: ¿Se trataría de reducir no sólo las instituciones educativas, sino la integridad de la vida social a la dimensión de las ciencias estrictas, signifique esto lo que signifique?

En ocasiones la llamada a la utilidad de los saberes parece definirse por la demanda socioeconómica. En tal caso se llamaría útil a los saberes que –en cada momento– reclama el mercado laboral. Pero el mercado laboral no es una entidad natural cuya estructura fuera ajena a la acción humana y sus fines. El mercado laboral puede demandar saberes muy problemáticos: telefonistas de líneas calientes, astrólogos o prostitutas, vendedores y publicistas expertos en inducir fantasmáticas necesidades, expertos en seguridad y agentes fiscales, actores pornográficos, bomberos o sacerdotes... Contribuir a la apoteosis del mercado, elevándolo a criterio de definición de los saberes que la escuela debe proporcionar significa ignorar –interesadamente o no– su calidad de producto humano, demasiado humano.

Frente a las demandas del mercado laboral se pueden oponer principios alternativos que luchen por la abolición de unas u otras demandas del mercado. Así habrá quienes juzguen intolerable la demanda laboral de prostitutas y quiénes juzguen inaceptable que el mercado laboral demande sacerdotes. Unos y otros imponen al mercado principios que lo trascienden y ponen así en entredicho la reducción de la utilidad a las llamadas salidas laborales del saber del caso.

¿De qué hablamos cuando hablamos de utilidad? ¿Por qué es más útil producir teléfonos móviles que violines? ¿Por qué es más útil la programación informática que la danza? Si se trata de tocar el violín parece que un violín es algo realmente útil.

Un minuto basta para reconocer la turbia atmósfera ideológica que exhala la constante apelación a la utilidad y, acaso por ello, se ha convertido en una idea-fuerza fundamental de la modernidad. El utilitarismo fue quizás la más grosera de las formas que adquirió esa demanda de utilidad en su esfuerzo por dotarse de una figura sistemática. Pero subyace a la práctica totalidad de las ideologías de nuestro tiempo, de modo más o menos expreso o advertido. Desde luego está en el núcleo de la concepción antropológica del liberalismo y del marxismo y se puede escuchar en la voz de personas formadas o deformadas por un sistema educativo centrado en esa oscura utilidad.

La idea es de estirpe burguesa, léase la definición de la ciudadanía por la utilidad económica en el primer programa de la gran revolución francesa: el opúsculo del abad Sièyes (¿Qué es el tercer estado?), pero léase también la prolongación de esa misma concepción de la ciudadanía por la utilidad, aunque atribuida ahora a la clase obrera (el pueblo) frente a unos inversores ociosos (clase privilegiada), en la obra de Volney, ya en 1791.

Esa angosta y asfixiante noción de utilidad mutila la vida hasta someterla al rendimiento económico según lo han definido comerciantes, industriales y financieros, o bien los autoproclamados representantes de los trabajadores. Burgueses o trabajadores, es decir, esa ciudadanía útil que se erige en sujeto activo de las sociedades modernas, las dos clases socioeconómicas resultado de la polarización meramente económica de las sociedades atomizadas de individuos, liberados o aislados, dotados de soberbios egos que se pretenden autónomos dueños de sí mismos.

Esa apoteosis de la utilidad nos ha convertido es expertos en medios, pero en perfectos ignorantes de los fines de la vida humana. Pero ignorantes soberbios, que ignoran su ignorancia. Cada uno de esos individuos responde como puede a la cuestión por los fines de su propia vida y la respuesta siempre se reduce a una u otra forma del ande yo caliente, ríase la gente; donde cada uno entiende como puede su fuente de calor.

Basta preguntarse para qué sirve una persona para comprender la miserable reducción que esconde toda respuesta que identifica la persona con su rendimiento económico. La persona no vale para nada, porque es la fuente misma del valor.

Los saberes inútiles, que tantos quieren fuera de la escuela, fueron siempre su columna vertebral porque se orientan a defender la fuente misma del valor. No debieran figurar como una disciplina junto a otras, sino como la atmósfera en que toda disciplina respira. Pero hemos querido limpiar el aire de miasmas metafísicas y religiosas, y lo hemos depurado tanto que lo hemos hecho, simplemente, irrespirable.

Fernando Muñoz es profesor del departamento de Sociología V de la Universidad Complutense de Madrid

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