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Tribuna
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Una nueva gestión para el sector público sanitario

La remunicipalición supone una clara involución al paradigma de gestión de finales del siglo XIX

En los últimos tiempos se viene hablando incesantemente de un fenómeno aparentemente nuevo pero de vieja raigambre; se trata de la remunicipalización de los servicios públicos, expresión poco afortunada no solo porque se extienda a ámbitos que transcienden del puramente municipal, sino porque no refleja la realidad de las cosas, en tanto que, gestionados de una u otra forma, los servicios siempre son municipales (o estatales o autonómicos).

Se quiere hacer referencia con este vocablo al proceso por el que los servicios gestionados indirectamente –por lo general mediante contrato o concesión– pasarían a ser gestionados directamente por la Administración titular. Sería el proceso inverso a la mal llamada privatización de los servicios, que ordinariamente entraña una simple externalización.

Los programas de algunas formaciones políticas emergentes han apostado decididamente por esta medida, a la que consideran objetiva e indiscutiblemente más eficiente y solidaria que la gestión “por grandes empresas y grupos económicos”.

Este fenómeno nos suscita dos reflexiones, una de tipo general, que tiene que ver con la ciencia política y de la Administración, y otra más concreta y jurídica.

"La facultad de acordar la prórroga por mutuo acuerdo no puede entenderse como facultad libérrima sujeta solo a condicionantes políticos”

Los modelos históricos de gestión pública han evolucionado en el último siglo y medio desde el burocrático-weberiano, de corte centralista y jerárquico, pasando por el gerencialista, que aboga por la aplicación de técnicas privadas de gestión a la Administración pública, hasta llegar al hoy imperante en todos los países de nuestro entorno, el modelo de gobernanza, caracterizado por la participación y la gestión en red. El término gobernanza se utiliza ahora con frecuencia para indicar una nueva manera de gobernar que es diferente del modelo de control jerárquico, un modo más cooperativo en el que los actores estatales y los no estatales participan en redes mixtas público-privadas. Las distintas fórmulas de participación público-privada (PPP) no son sino manifestaciones en el ámbito de las infraestructuras y servicios públicos de este modelo de gobernanza.

Es evidente que esta tendencia remunicipalizadora se sitúa en las antípodas de los modernos modelos de gobernanza, y supone una clara involución al paradigma de gestión de finales del siglo XIX. En una época en la que las políticas públicas se definen, programan e implementan de forma participativa, la negación de la colaboración público-privada no puede considerarse una medida de progreso.

La segunda reflexión que suscita este fenómeno se refiere a la necesaria cobertura jurídica de las decisiones políticas.

Qué duda cabe de que la opción por un modelo de gestión directa frente a otro participativo es una opción política legítima pero, en modo alguno, puede obedecer a una decisión libérrima e incondicionada.

La normativa vigente exige que la opción por un modelo u otro de gestión se haga en atención a criterios de sostenibilidad financiera y eficiencia, en la medida en que la Administración es, por mandato constitucional y legal, una organización orientada a la satisfacción objetiva de los intereses generales que debe actuar con arreglo a criterios de eficiencia y servicio a los ciudadanos, racionalización, buena fe, confianza legítima, lealtad institucional y responsabilidad, entre otros principios. Por tanto, sea cual sea la decisión que adopte la Administración, debe observar estos principios y limitaciones. Ninguna decisión política en este ámbito es legítima si se adopta al margen de tales criterios.

Precisamente por eso son difícilmente comprensibles posturas como las de la Generalitat Valenciana, que ha comunicado recientemente a la empresa gestora de sus servicios sanitarios su decisión de no prorrogar los contratos concesionales que expiran en un intervalo temporal que abarca desde marzo de 2018 hasta 2024.

¿Es posible y razonable oponerse a la prórroga de un contrato que expira dentro de ocho años? ¿Es posible hacerlo al margen del más mínimo análisis de sostenibilidad financiera, eficiencia y de racionalidad en la gestión? Parece indiscutible que decidir en 2016 poner fin a una concesión que expira dentro de ocho años evidencia que tales consideraciones huelgan por su ausencia.

La facultad que reconocen los contratos de acordar la prórroga por mutuo acuerdo no puede entenderse como facultad libérrima sujeta únicamente a condicionantes políticos. Es una decisión de oportunidad, pero solo es jurídicamente legítima si está fundada jurídicamente.

Y precisamente por ello, los tribunales pueden controlar la legalidad de esta decisión, y no debería extrañarnos que, pasado el tiempo, nos encontráramos con algún pronunciamiento que anulase esta decisión por contraria al interés público y a los principios de sostenibilidad financiera y eficiencia en la gestión o, en el mejor de los casos, por defectuosa motivación o, simplemente, por haberse adoptado al margen y a espaldas del gestor privado concernido.

Quizá dentro de unos años ya no se pueda rehabilitar la concesión extinta pero sí reconocer una justa reparación a la empresa afectada, con cargo, obviamente, a todos los ciudadanos.

José Ignacio Vega Labella es socio de Ramón y Cajal Abogados.

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