Arbitraje: el triunfo de la sociedad civil
Es sabido que el arbitraje se vertebra como modo alternativo de resolver controversias y supone una fórmula que establece una excepción al del monopolio judicial en manos del Estado. Es por ello que en un sistema de solución de conflictos como es el arbitraje, al que las partes acuden de modo libre y voluntario, la confianza en el mismo es la pieza maestra de todo el edificio. El arbitraje es una clara manifestación de la autonomía de la voluntad. Es el fruto de un pacto entre particulares. Es el triunfo de la sociedad civil.
En efecto, el arbitraje es una inequívoca manifestación de la presencia de la sociedad civil frente al poder político y público de los propios Estados. Por ello, la libertad de los individuos se yergue como la base y fundamento de tan importante modo de tratar y decidir las disputas. Solo desde la libertad de los individuos puede y debe entenderse el arbitraje. Solo desde el respeto escrupuloso a la libertad debe configurarse su regulación y tratamiento normativo. Las leyes que lo regulan, como es la ley española de arbitraje, deben hacerlo desde el absoluto respeto a la manifestación jurídica más representativa de la libertad, que no es otra que el respeto a la autonomía de la voluntad de las partes litigantes. Por ello, el arbitraje es una clara e irrenunciable manifestación de esa libertad, propia de las sociedades libres y avanzadas.
En un mundo cada vez más globalizado, donde se multiplican a diario las relaciones comerciales entre empresas y Estados, el arbitraje es –debe ser– un instrumento eficaz que, al ofrecer garantías a aquellas, permita y favorezca las inversiones, las transacciones comerciales, el intercambio de tecnologías y el flujo comercial permanente, sabedores los inversores, las empresas, los particulares y los propios Estados de que existen legislaciones, instituciones arbitrales y árbitros fiables en cada uno de ellos que aseguran y garantizan una solución adecuada y justa en caso de posibles conflictos. Conviene, en todo caso, deslindar las condiciones y notas que hacen del arbitraje un sistema alternativo a los tribunales de justicia (el Tribunal Constitucional español lo ha calificado como “equivalente jurisdiccional”) de aquellas otras que deben generar la necesaria confianza para elegir dicho sistema, con renuncia a la jurisdicción de los tribunales. Porque una cosa es la existencia de esa alternativa y otra bien distinta, a pesar de sus características y diferencias con el sistema judicial, incluso de sus ventajas (la celeridad, la flexibilidad del procedimiento, la cercanía de los árbitros y las partes, la especialización de aquellos, la confidencialidad, entre otras) que el referido sistema (el arbitraje, en suma) genere la confianza en la sociedad, para hacerlo posible y viable. Generar confianza es el gran desafío.
Pues bien, resulta obvio, por evidente, resaltar, aquí y ahora, lo que, con toda convicción, considero que son las dos condiciones (requisitos imprescindibles) que deben concurrir en el arbitraje para generar la confianza necesaria de cara a los posibles usuarios de tan formidable opción.
El primer requisito hace referencia al árbitro, a su calidad y cualificación profesional, que deben ser de inexcusable concurrencia, a la transparencia del modo de su elección, a la exigible neutralidad (independencia e imparcialidad), a su necesaria e imprescindible disponibilidad y a un acreditado comportamiento ético, desde el acto de su aceptación hasta la conclusión de su importante labor arbitral. De nada servirá su preparación y cualificación técnica, de nada servirá que haya dedicado el tiempo y la atención necesaria al arbitraje, si no mantiene una exquisita neutralidad y una conducta ética intachable. La ética en la conducta arbitral es un valor exigible e irrenunciable.
En segundo lugar, es factor determinante de la opción al arbitraje, la calidad y prestigio de la institución arbitral encargada de su gestión y administración, cuya independencia e imparcialidad le son igualmente exigibles. Las instituciones arbitrales deben ser celosas guardianas de la profesionalidad de sus árbitros, de su independencia e imparcialidad, de que dediquen al arbitraje la atención y el tiempo que requiera la tramitación y resolución de la controversia, evitando retrasos injustificados o arbitrajes improcedentes, de que el laudo se dicte en el plazo convenido o reglamentariamente establecido y de que este cumpla con las formalidades exigibles. Para ello deben disponer de las cautelas reglamentarias necesarias, bien para rechazar el nombramiento de un árbitro, bien para removerlo o sustituirlo de su cargo, bien, incluso, para exigirle responsabilidades, si a ello hubiera lugar, bien para, con carácter previo, declarar la inadmisión de un arbitraje, en caso de ausencia o validez del convenio arbitral.
Como acabo de resaltar, la independencia e imparcialidad es también exigible a la institución arbitral encargada de la gestión y administración del arbitraje, y debe ponerse de manifiesto, tanto en el momento inicial de asumir la administración de un arbitraje, para el caso de que tenga conflicto de interés con una de las partes en litigio, como en la tramitación del procedimiento, garantizando el cumpliendo en ambos casos, del principio de igualdad. La institución arbitral debe velar por la transparencia en la designación de los árbitros y asegurar su propia independencia con respecto a las partes del arbitraje.
Juan Serrada Hierro es Presidente de CIMA