Luarca, tradición bañada por el Cantábrico
Este pueblo asturiano, de espíritu marinero y enclave natural único, es todo un exponente del norte. La Villa Blanca de la Costa Verde es el hogar del nobel Severo Ochoa.
No parece extraño que el pirata Cambaral se encaprichase con esta tierra. Venido desde Argel, asedió toda la costa luarquesa hasta que por fin fue apresado y encerrado por el señor de la Atalaya. Sin embargo, su hija, que se había enamorado del pirata, decidió liberarlo y fugarse con él. Justo antes de embarcar fueron detenidos por el señor feudal, quien cortó la cabeza a ambos tras su beso de despedida.
Esta leyenda la cuentan hoy los marineros del puerto de Luarca cuando preguntas por qué se le llama Cambaral a ese curioso barrio, levantado en una colina y que enmarca el puerto. Las estrechas y empinadas calles terminan en el monumento de la Mesa de los Mareantes, donde los marineros se reunían antiguamente para discutir si salían a la mar ante la tempestad.
Hoy, este lugar está ataviado con un panel de cerámica de Talavera con escenas importantes de la historia luarquesa desde el siglo IX hasta el XIX y sirve de antesala de la Atalaya, el sitio más emblemático de Luarca.
El Cambaral, al igual que la Pescadería, su barrio hermano al otro lado del puerto, surgió en la Edad Media para dar cobijo a los pescadores que iban llegando al pueblo. En ellos reside la esencia de lo que es Luarca: una villa de origen marinero, donde el río nace de las montañas cercanas y serpentea por el valle que sirve de anfiteatro para esta localidad costera.
A pesar de que la herencia de Luarca se mantiene marinera, no se puede negar su atractivo turístico. Cada verano, el pueblo se renueva de vitalidad, ambiente y colorido, especialmente en fiestas como el Rosario o San Timoteo.
Encantos no le faltan a esta pequeña villa y sus lugareños, bien orgullosos, no titubean a la hora de presumir de ellos, ya sea en Asturias o en el resto de España. Luarca está presidido ante todo, por su Atalaya, una pequeña ermita en lo alto de la colina que parece contemplar el Cantábrico a la vez que protege la villa.
A sus pies se encuentra el cementerio, uno de los más famosos de España por su privilegiado emplazamiento, con vistas a la costa rocosa, los bosques y valles en las inmediaciones y las montañas a lo lejos.
La Villa Blanca de la Costa Verde es como se conoce a esta localidad de pequeñas casas blancas con techos de pizarra a dos aguas, todo un exponente norteño. Pasear por el muelle supone un auténtico abanico de estímulos.
Al pasar cerca de la rula (lonja), impacta el olor a pescado; de los restaurantes emanan aromas a carne a la brasa, pescado, marisco, y a sidra en los bares, recordándonos que estamos en Asturias. La brisa marina acompaña, a su vez, al viajero en todo su recorrido.
Pararse a hablar con los marineros parece una osadía, pero no es así. Son tantas sus ansias de compartir impresiones con los forasteros que quizá sea difícil escaquearse de escuchar alguna que otra anécdota o batallita.
Siguiendo el curso del río se encuentran los barrios más contemporáneos de Luarca, construidos en el siglo XIX por la burguesía local. Aquí se concentra la parte más comercial del pueblo. De sus siete puentes destaca el del Beso, que también lleva su nombre por la leyenda de Cambaral.
Desde el imponente edificio del ayuntamiento, obra de Manuel del Busto, subiendo la conocida como calle de los escalerones y dejando atrás el palacio de los Marqueses de Ferrera se llega hasta el barrio de Villar.
Comienza aquí la ruta por otro de los baluartes de Luarca: las casas de indianos. Villa Excelsior, Argentina, Barrera o Villa del Carmen, el antiguo hogar del más ilustre de los luarqueses, Severo Ochoa, el premio Nobel de Medicina, son algunas de las más famosas.
Un entorno salvaje a cinco minutos en coche
Sin olvidarse de Luarca, merece la pena coger el coche para visitar los alrededores. En ellos, la naturaleza es la principal protagonista: montañas como el Estoupo; bosques de pinos, castaños y robles; campos de ganado y cultivo; rocosos acantilados, y playas salvajes.
La de Otur es famosa en invierno por su tradición surfera y en verano por ser la más concurrida. Los distintos colores de la arena contrastan con los de los montes de abedules y eucaliptos que la rodean.
Al oeste se encuentra la Reserva Natural de Barayo, en el estuario de este río. Zona de avistamiento de aves y playa nudista de baño arriesgado, tanto por sus corrientes como por sus frías aguas cantábricas.