El (apremiante) pacto sobre fiscalización
La emponzoñada situación política del país –investiduras frustradas hacia el sillón presidencial incluidas– ha hecho renovar el interés partidista y mediático en unas palabras de rancia alcurnia filológica: pactar y pacto. Y en dos neologismos afines: pactismo y pactista. Términos todos provenientes de un horrible verbo irregular latino: pacisco, o, más difícil todavía, paciscor, de donde se deriva pactum.
Nuestros políticos creen haber redescubierto estas palabras, referentes a circunstancias en que dos o más facciones políticas arman un programa electoral en el que están todas conformes y que todas se comprometen a cumplir para asegurar o mantener la paz y la armonía entre los que pactan (el diccionario dixit). De particular interés resulta la definición académica del término pactismo: “Táctica política programática que consiste en pactar incluso con los adversarios si las circunstancias lo requieren”. Tomen nota los políticos incapaces hasta ahora de encontrar tan arcanas circunstancias.
Ya lo señalamos aquí con anterioridad: en ninguna de las medidas regeneradoras de la cosa pública (que implican conspicuamente el combate contra la corrupción institucionalizada en el Estado) adelantadas por los políticos competidores por alcanzar la ribera presidencial, ni en las encarnizadas pugnas dialécticas que las acompañan se hace referencia a la necesaria reformulación del actual modelo fiscalizador, imputado de ineficiencia, ineficacia e inoportunismo por los medios especializados y expertos en gobernabilidad pública.
Un pacto de Estado sobre la fiscalización (aplicable tanto a nivel central como, servata proportione, de la periferia comunitaria) incluiría:
(a) La determinación de reestructurar el actual modelo de control público, interno y externo; labor que sería encomendada a un reducido grupo de expertos independientes, sin filiación ni pertenencia política, quienes se comprometerían a desarrollar su evaluación sin sometimiento a interferencias y sin contraprestación económica ni carga de honorarios para el Estado.
(b) El producto final resultante de esta irreverente reforma estructural que afecta a tradicionales focos de poder y fidelidad partidista (entre otros, la fusión de los Ministerios de Economía y Hacienda) se materializaría en:
(i) La creación del órgano rector del control interno en el sector público, una auditoría interna de gestión adscrita a la Oficina de la Presidencia del Gobierno, con funciones de auditoría interna ex post y asesoría, rediseñadas y transferidas de la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE). El nuevo órgano sería responsable asimismo de la coordinación de los comités de auditoría a establecer en los ministerios y entidades públicas y empresas del Estado. Se entiende que las funciones del control interno previo no pueden ejercerse a través de ningún organismo intervencionista externo, sino que constituyen responsabilidad de la propia dirección de cada ministerio, entidad, empresa o programa.
(ii) La creación de la Auditoría General del Estado, órgano rector del control externo y fiscalización (financiera y de gestión o desempeño) y asesoría a los tres poderes; de gobierno unipersonal –un auditor general del Estado– no colegiado y técnico universitario con experiencia en finanzas, administración y control público; políticamente independiente, o perteneciente al partido mayoritario de la oposición; elegido para un único término de seis años, por los tres poderes, y con participación de la sociedad civil; funcionalmente independiente de todos ellos y conectado, pero no supeditado, al Parlamento a través de una comisión mixta de control y fiscalización; con absoluta independencia funcional, financiera y presupuestaria; informe de fiscalización anual dirigido puntual y simultáneamente al presidente del Parlamento y al presidente del Gobierno y, a través de estos, disponible para la ciudadanía.
(c) Como complemento natural de la anterior reestructuración se constituiría, dependiente directamente del secretario de Estado de Hacienda, la Contaduría General del Estado (CGE), liderada por un contador general, figura de relevancia en el organigrama financiero del ministerio y del Ejecutivo. Este órgano rector de la función globalizada de carácter contable-financiero del Estado comprendería dos grandes áreas funcionales: la del sector público y la del sector empresarial privado, alimentadas de funciones actualmente desempeñadas por la IGAE y el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas (ICAE). Este pasaría a ser un altamente técnico y cualificado Instituto Nacional de Auditoría-INA (supervisor y regulador del ejercicio profesional independiente de la auditoría financiera y consultoría privada), funcionalmente autónomo, aunque adscrito a la Secretaría de Estado de Hacienda y en estrecha relación, para situaciones puntuales, con la Contaduría General (los términos contaduría y contador encierran –a pesar del DRAE– un riguroso pedigrí de autoctonía. No son suramericanismos. Se usaron corrientemente, nada menos, que en el Siglo de Oro y con posterioridad a él. Y con trasplante transatlántico, donde siguen gozando de buena salud. Lo de contable es un deplorable afrancesamiento, que incluso encierra, a veces, ribetes peyorativos).
Nada tienen que temer los actuales funcionarios y técnicos de los organismos afectados. Se reconoce que, en su inmensa mayoría, consisten en auditores, letrados, ingenieros y expertos sociales, que acumulan, colectivamente, un colosal stock de experiencia profesional (que puede y, tal vez, deba mejorarse mediante capacitación adicional ad hoc). Sería, más que injusto, un acto de irresponsabilidad prescindir de ellos (salvo de aquellos que, sin las debidas cualificaciones, se hubiesen filtrado por la puerta de atrás con ropaje de nepotismo o marchamo de vasallaje y fidelidad partidista).
Si se trabaja planificada e intensamente, con vocación de servicio al Estado y a la sociedad civil, y la leal cooperación de los organismos afectados, los resultados podrían recogerse en unos cuatro meses.
Los caudillos políticos tienen la palabra. Y la responsabilidad por mantener el pacto reformador. Por convicción y sin trucos. Los pactos, señores políticos, se gestionaban ya en el foro de la Roma republicana hace casi 2.000 años. Pero los pactos se hacían –se hacen– para cumplirlos. O, dicho con el enorme peso dialéctico del gerundio latino, pacta sunt servanda.
Ángel González Malaxetxebarria es Especialista Internacional en Gobernabilidad, Gestión Financiera y Auditoría