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El Foco
Tribuna
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Hacia el valor compartido

Quién no ha pensado durante su vida que le han tocado tiempos difíciles, que le ha correspondido vivir en un mundo más complejo que el de sus predecesores? No somos nosotros, ahora, una excepción y, seguramente, tenemos razón. Es el actual un mundo hiperconectado, con un florecimiento tecnológico que, por primera vez en la historia, alcanza casi simultáneamente a la totalidad del planeta; un mundo con un espectacular aumento de la población, fuertes movimientos migratorios y tremenda concentración de personas en metrópolis de tamaño inimaginable unos años atrás. Es un mundo en el que, a la vez que 700 millones de personas han podido salir recientemente de la pobreza extrema, crecen enormemente las desigualdades económicas.

Un mundo, resumiría, mucho más complejo que nunca y con una acelerada velocidad de cambio vertiginosa. Un desafío.

Si utilizamos la visión de Toynbee de la historia como la respuesta de un grupo humano ante los desafíos que se le presentan cabe poca duda del tamaño del desafío actual, sea a nivel macro, sea a nivel micro. Como es lógico las empresas han jugado siempre un papel importante en las respuestas a esos desafíos. Lógico porque es el vehículo de canalización, a través de la iniciativa, el trabajo y la inversión de la acción humana. Cabe preguntarse entonces cuál es su papel ahora, qué impacto pueden y deben tener en la transformación de la sociedad, preguntarse si su acción social ha de evolucionar, si su contribución, cuya importancia nadie discute, es la adecuada para estos momentos.

No nos equivoquemos. Lo esencial que una empresa debe hacer es cumplir con su cometido, servir a sus clientes y lograr hacerlo de una manera sostenible, es decir, asegurando el futuro de la propia empresa y su función. Eso entraña muchas cosas, no siendo la menor el retorno de la inversión. Y obviamente entraña actuar según la legalidad, la regulación y los valores y principios éticos de la sociedad en la que ejerce su función. Todo obvio, sí, pero, diría yo, no basta con eso. De la misma forma que las personas dejan una huella en todas sus acciones, las organizaciones también imprimen esa huella, ese impacto en el entorno en el que actúan. Esa huella, ese impacto puede ser más o menos valioso, más o menos transformador. Y, de la misma forma que la inteligencia de las personas lleva a las mismas a desear imprimir una huella valiosa para los demás, las empresas han aprendido la importancia del valor de su huella, de su impacto, de su acción social.

Originalmente el deseo de contribuir socialmente más allá del puro ejercicio de la acción, del ejercicio del negocio, cristalizaba en una aproximación filantrópica. Algo admirable pues no cabe duda de que es un enfoque generoso y positivo. Ahora bien, en esencia, es apartar ciertos recursos del resultado de la empresa y aportarlos a alguien en cuya pericia e intenciones se confía para que los gestione consiguiendo un bien necesario. Es decir, para que otros hagan algo que estimamos bueno. Es un enfoque no solo correcto, si no necesario para financiar muchos proyectos que probablemente, de otra forma, quedarían desatendidos. Pero la empresa puede hacer más. Poco a poco fueron apareciendo los conceptos de RSC (responsabilidad social corporativa) y RSE (responsabilidad social empresarial). Fundamentalmente se trata del proceso por el que la empresa entiende que su acción se relaciona con muchos más grupos de interés de los que inicialmente consideraba, un proceso de diálogo permanente, de escucha activa, de aprendizaje. Es por tanto un proceso de maduración, de ampliación de horizontes y de responsabilidad. Y en ese proceso va calando la idea de que el impacto de la acción social de la empresa será mucho mayor si alinea su conocimiento, su quehacer y esa acción social. Es evidente el efecto multiplicador de cada euro invertido si con el pongo lo mejor que tengo, el talento de las personas, la tecnología que desarrollo, la innovación que creo. Y poco a poco va surgiendo la idea de valor compartido, el convencimiento de que aportar al mundo en el que la empresa ejerce su acción redunda también en un beneficio para ella misma, que se trata de un win-win. Se va teorizando el enfoque, se habla de un capitalismo de orden superior, de capitalismo consciente, surgen profesores como Porter que elabora una teoría, se discute en foros como el de Davos. Todo ello en la misma dirección, en dejar atrás, no tolerar, diría yo, la persecución exclusiva del beneficio. Y porque escuchar, adaptarse a la sociedad, contribuir creando valor con ella es, no solo ir a los fundamentos del negocio, sino algo mucho más inteligente. Es estar convencido de que siempre en la vida es de mutuo interés que la otra parte sea más fuerte.

En la Fundación Seres nos agrupamos empresas, más de 120 ahora mismo representando más de un 20% del PIB español, para impulsar la acción social de las empresas. Nuestro afán es transformar la realidad empresarial para una sociedad mejor. Nos esforzamos en favorecer el aprendizaje individual y colectivo como red de compañías, impulsando más y mejor acción social, resolviendo problemas sociales reales y creando valor para las empresas.

Recientemente celebramos la sexta edición de los Premios Seres a la innovación y compromiso social de la empresa. Setenta y ocho candidaturas demostraron cómo grandes corporaciones y pymes incluyen hoy la RSE en su ADN estratégico empresarial.

Los galardonados Batec Mobility, Clínica Rementería, el Programa Incorpora de Fundación La Caixa, y la Fundación Telefónica por el proyecto Todos Incluidos, junto al resto de presentados tienen en común la acción social práctica y valiosa para resolver problemas reales; comparten valor con la sociedad.

En todos ellos puede verse la capacidad para tejer una red generadora de salud social desde el desarrollo de proyectos competitivos. Pero lo más importante, y esta es una buena razón de ser de la Fundación Seres, actúan de manera agregada y potencian el aprendizaje colectivo que marcará nuestro futuro.

Francisco Román es Presidente de la Fundación SERES.

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