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Tribuna
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La responsabilidad del concurso de acreedores

El intercambio comercial es una de las constantes del devenir humano en toda época histórica. En efecto, en cualquiera lugar, tiempo y situación será posible documentar la actividad de un colectivo de personas dedicadas a lo que hoy llamamos comercio. Dedicadas a adquirir bienes a cambio de otros bienes o, en fin, a cambio de dinero. Por lo demás, el comercio se vincula con el crédito, y el crédito equivale a la confianza. Equivale a la opinión de que aquel con el que nos relacionamos cumplirá sus compromisos.

Por lo tanto, que los comerciantes sostengan su actividad en el crédito –en la buena fama mercantil– significará que confían en que van a cobrar el producto que han suministrado a otro para que éste lo use o lo revenda, transformado o no. De ahí se sigue que con independencia de las modernas formas de pagar o de garantizar el pago, lo cierto es que la creencia en la satisfacción del precio debido estaba y está en la base del comercio. Por el contrario, la quiebra de esa confianza, a saber, el no pagar las deudas, representa una grave desestructura del sistema. De un lado, quedan afectadas las relaciones bilaterales; y, del otro, se infringe un daño general que se proyectará sobre un determinado núcleo o ámbito comercial más o menos extenso. Cuando se generaliza el ejercicio del comercio por medio de las sociedades mercantiles (desde principios del siglo XIX) y cuando ya son los poderes públicos los que regulan con sus leyes la actividad comercial y las consecuencias de los impagos, mudan las responsabilidades que pueden demandarse en un proceso universal de insolvencia. La atención se focaliza entonces en la posibilidad de exigir responsabilidades patrimoniales a los gestores de las sociedades. Progresivamente, pues, dejará de ser un axioma el que la personalidad jurídica societaria se erija como garantía de la indemnidad del patrimonio de los socios y/o administradores de la sociedad.

En consecuencia, la sociedad mercantil ya no será un obstáculo para que se diluciden las responsabilidades vinculadas con la producción del estado de insolvencia. La superación de ese límite tradicional se justificará por el hecho de que se trata ahora del examen y, en su caso, depuración de un ejercicio anómalo del comercio. Nada habrá que reclamar a los gestores cuando la sociedad lleve a cabo su actividad con sujeción a los buenos usos y leyes mercantiles, pero sí cuando en el seno de un proceso por insolvencia se descubra que ese ejercicio se había desviado de la buena praxis. En definitiva, se exigirán responsabilidades cuando, declarada judicialmente la insolvencia de la sociedad, se patentice la presencia de irregularidades vinculadas de alguna manera con la causación o agravación de la insolvencia.

La insolvencia y sus consecuencias han merecido históricamente tratamientos bien diversos. En algunos momentos y culturas se identificaba con el fraude; en otros el insolvente podía ser esclavizado y convertido, él mismo, en objeto de mercancía con la que allegar fondos para cubrir los créditos fallidos; en otros podía ser condenado a penas infamantes... Y, en otros mucho más cercanos, la insolvencia es tratada meramente como un accidente coyuntural sin más trascendencia (EE UU), siempre, claro, que por el camino no se hayan cometido hechos delictivos. Entre nosotros, la insolvencia permite en determinados supuestos extender un manto de duda y examinar las actuaciones de los administradores sociales. Para que se abra esa posibilidad se precisará que la sociedad se liquide –lo que acontece en la gran mayoría de casos de empresas declaradas en concurso– o que el convenio aprobado resulte especialmente gravoso para los acreedores. En consecuencia, la insolvencia causada o favorecida –al menos en un plano teórico– por determinados hechos atribuibles a los gestores de la sociedad dará lugar a la fijación judicial de responsabilidades económicas e inhabilitaciones.

Así pues, la llamada calificación en el concurso de acreedores es una de las formas de demandar responsabilidades en el proceso concursal a los gestores de las sociedades declaradas en concurso. Como la cuantía de esas responsabilidades, parece oportuno precisarlo, podrá alcanzar hasta el equivalente del importe de los créditos insatisfechos con la liquidación del activo empresarial y como las inhabilitaciones podrán extenderse hasta los quince años, conviene no minimizar el riesgo inherente a una administración societaria descuidada. El énfasis para evitar la materialización de ese riesgo habrá que ponerlo en el reverso de esa eventual administración negligente, a saber: en la llevanza de una contabilidad escrupulosamente ordenada, en la gestión leal y en la documentación fiel de las operaciones.

Sebastià Frau i Gaià es Abogado y administrador concursal.

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