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El Foco
Tribuna
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Viejos aires concursales

La esperanza es lo último que se pierde, pero al final las Cortes Generales han aprobado la ley que convalida el Real Decreto-ley de medidas urgentes en materia de refinanciación y reestructuración de deuda empresarial del pasado marzo. Al igual que entonces, en su exposición de motivos se proclama oficialmente saneados los balances bancarios y, como el fiador del mercader de Venecia que reclama su libra de carne, se instituye el deber de “las entidades de crédito y demás acreedores financieros de contribuir al saneamiento de las empresas que, no obstante su elevado endeudamiento, sigan siendo productivas”.

El conocimiento adquirido durante la tramitación de la ley no ha sido aprovechado por el Gobierno

La reciprocidad es sin duda de lo mejor que tenemos para influir y persuadir a los demás y, habiendo sido esencial para la supervivencia humana desde nuestra época cavernícola, la tenemos bien grabada en nuestros circuitos cerebrales. La pena, sin embargo, es que también tengamos grabada por los mismos motivos la coherencia que, aunque en este caso sea legislativa, ha reiterado esencialmente el contenido del Real Decreto-ley, desaprovechándose el conocimiento adquirido durante el periodo de tramitación parlamentaria que confirma lo lejano que quedan las medidas instauradas de lo cotidiano de nuestros saneamientos empresariales.

El tiempo, no obstante, no se ha perdido del todo puesto que, por aquello de que entre col y col, lechuga, la ley ha aprovechado para regular un nuevo régimen de los administradores concursales, materia que, aunque resulte obvio decirlo, no guarda ninguna relación con el enunciado o el título de la norma. El legislador, al parecer, no debe de estar muy satisfecho con la aptitud y conocimientos de quienes desempeñan el cargo de administrador concursal a los que incluso amenaza con cursos de formación. Desconfía del modo en que otro poder del Estado, el judicial, efectúa los nombramiento de los administradores concursales en aplicación de la ley vigente. No le convence el por qué, el cómo, el cuándo ni el cuánto cobran los administradores concursales por su trabajo, y también resulta que se ha dado cuenta de que el café para todos que unificó los procedimientos de insolvencia en uno sólo, quizás haya errado en el cálculo, por lo menos en cuanto al asunto de la importancia del tamaño, que ahora retoma discretamente, sin dar más detalles, clasificando los concursos en pequeños, medianos y grandes.

La ley resuelve estas cuestiones de un plumazo librándole un cheque en blanco al Ministerio de Economía para que desarrolle las pautas dadas por medio de un reglamento, en cuyo colofón, eso sí, se ponga por guardián y garante de lo que resulte del mismo un registro público centralizado, lejos de los juzgados, cuya gestión recaiga en manos de quien ostenta la confianza del legislador mayor del reino: un registrador.

En realidad, para los que apostamos por la continuidad de las empresas, una vez superada la frustración inicial que nos supuso el Real Decreto-ley de medidas urgentes en materia de refinanciación, la ley que lo convalida nos resulta bastante inocua, en tanto que ya dejamos de buscar la aguja en el pajar para su aplicación hace meses y que, ciertamente, hay que ser bastante iluso para pensar que, reinventando la rueda del régimen de los administradores concursales, la naturaleza humana vaya a cambiar en algo.

En caso de liquidación, primero perderán los socios el capital invertido y, luego, los acreedores sus créditos

Lo que echamos de menos algunos es poder disponer algún día de una verdadera palanca legislativa que ralentice la destrucción de lo que aún queda del tejido empresarial, habilitando mecanismos para la transmisión rápida y ágil de las empresas insolventes y sus negocios o ramas de actividad al inicio del procedimiento, en sede de convenio o de liquidación concursal, como en otros países. Tenemos que comprender de una vez por todas que la palabra liquidación no es símil de cierre cuando se adquiere un negocio que funciona si se sanea efectivamente su deuda y otros elementos estructurales, en su caso, y que la palabra continuidad puede ser un eufemismo de zombie y también de cierre, si el saneamiento en sede preconcursal o de convenio resulta insuficiente. En caso de liquidación, primero perderán los socios el capital invertido y, luego, los acreedores sus créditos hasta donde toque, pero para que se saneen efectivamente los negocios transmitidos, se hace necesario en la práctica eliminar las discriminaciones y privilegios existentes entre acreedores por razón del origen de su deuda, cuando no obedezcan a derechos reales, tal y cómo ha apuntado la Comisión Europea, el FMI y la OCDE para España.

En esto, el Real Decreto-ley 11/2014 de 5 de septiembre ha introducido el último clavo en el ataúd al obligar al que pretenda adquirir un negocio o una unidad productiva, ya sea en fase de convenio o de liquidación, a asumir las deudas del negocio a transmitir, cuando así lo disponga otra ley, a saber, esencialmente deudas públicas, al igual que las obligaciones que pudieren emanar de la sucesión de empresa laboral y de tener que sortear otras pequeñas piedras en el camino que aminoran las probabilidades de transmitir la empresa, como es el impedir que personas anteriormente vinculadas al negocio, que muy probablemente sean las únicas interesadas en el mismo, concurran a su adquisición.

La cuestión, por tanto, está en tener altura de miras para considerar que la deuda de una empresa es precisamente solo eso, deuda, independientemente de su origen y finalidad o de quién es el acreedor. En esto, las ideas preconcebidas del legislador sobre la naturaleza de las distintas deudas y sus distintos tratamientos y efectos que padecen los acreedores ordinarios, meros convidados de piedra que recuerdan en cierto modo a Orwell cuando escribía aquello de que “todos los animales son iguales pero algunos animales son más iguales que otros”; en definitiva, están impidiendo el salvamento de las empresas por la sencilla razón de que el adquiriente nunca podrá empezar de cero –que es el mejor de los saneamientos– sin heredar obligaciones contraídas por la empresa liquidada o, lo que es lo mismo, lastres de un pasado ajeno. Impidamos que las empresas saneadas nazcan con pies de barro. Sinceramente, si queremos avanzar en el salvamento de los negocios de las empresas en dificultades, creo que este un partido en el que todos tenemos que jugar, no solo los demás, quizás dejándonos algún pelo que otro en la gatera. A la larga, nos irá mejor a todos y lo agradeceremos.

Iñigo Bilbao es socio y abogado de Norgestión.

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