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Tribuna
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Despropósito autónomico

La normativa autonómica sobre comercio interior está tejiendo una barrera a la entrada, tanto de nuevos actores que podrían provenir de otras latitudes de la geografía española, como de nuevos agentes que lo podrían dinamizar. Esta tupida red de normas dispares es, en algunos casos, grotesca. Por ejemplo, el carnet de manipulador de alimentos tiene diferentes especificidades en los diferentes territorios, lo que dificulta enormemente la puesta en marcha de nuevos negocios.

Estas barreras a la entrada, fruto de la alergia a la libre competencia que tienen tanto los legisladores, como los grandes conglomerados de empresas que tratan de imponer sus criterios de mercado, al margen en muchos casos de las propias normas establecidas, especialmente en el ámbito laboral.

Fruto de este marasmo legislativo los diferentes lobbys, los políticos y los empresariales, chocan diariamente y los grandes perjudicados son siempre los consumidores y las medianas empresas que no siempre pueden ver compensadas su desventaja en tamaño. Para ello, conviene analizar qué variables son las que explican, y habría que modificar, este dislate legislativo. Pero no son solo las normas legales de funcionamiento, sino que también la fiscalidad autonómica, en algunos casos sin sentido alguno, la que está distorsionando la asignación eficiente de los recursos.

Primeramente, la tan manoseada unidad de mercado. El Gobierno actual identificado 2.700 normas estatales y autonómicas que pueden suponer barreras a la unidad de mercado por obstaculizar el libre acceso y ejercicio de las actividades económicas. Pero todo esto está en duda si se mantiene la gran diversidad de tasas e impuestos autonómicos y municipales. Se crea una situación ineficiente y con importantes sobrecostes, de consecuencias letales para la economía, ya que desincentiva las inversiones, ocasiona inseguridad jurídica e impide beneficiarse de las economías de escala.

Adicionalmente, en materia fiscal, las Comunidades Autónomas también han desarrollado un amplio abanico de impuestos propios, sin que en muchos casos, el gravamen sea mayor que el coste del servicio, como marca la ley. Numericamente, desde 2007, las quince autonomías de régimen común han creado 22 nuevos tributos, hasta un total de 59 impuestos propios, la mayoría de ellos medioambientales. Cataluña y Andalucía son las dos comunidades que más impuestos propios tienen, con un total de ocho cada una. No obstante, ninguna de ellas logra importantes ingresos con ellas. Cataluña apenas logra el 2,9% de sus ingresos por esta vía y para Andalucía apenas suponen el 0,1% de su recaudación total. Esta multitud de impuestos genera, además de profundas distorsiones en los mercados, una gran confusión e inseguridad jurídica de las empresas y un sistema fiscal insostenible por su propia complejidad. Es necesario establecer un marco fiscal claro, sencillo y objetivo en el que a un mismo hecho imponible se corresponde también un único impuesto.

Un ejemplo claro es el impuesto a las grandes superficies, un tributo injustificado e insostenible que quiebra los principios de igualdad, seguridad jurídica y libertad de empresa, y que tampoco ayuda a la supervivencia del pequeño comercio. Este impuesto, que sólo imponen algunos territorios, se asienta teóricamente en un gravamen especifico sobre la congestión medioambiental que supuestamente causan las grandes superficies, al estar éstas situadas en las afueras de las grandes ciudades. Ese daño ambiental ya está gravado por los impuestos especiales sobre hidrocarburos, por lo tanto, penalizan dos veces un mismo hecho imponible. Las grandes superficies ya pagan impuestos locales referenciados a su dimensión (IBI o IAE), por lo que se estaría dando un caso de doble imposición. Y por último, la asimetría del impuesto, no aplicable por igual a los distintos formatos comerciales, limita la competencia entre establecimientos.

Aplicar un impuesto selectivo a empresas grandes transmite el mensaje de que España no es un país para hacer negocios, ya que pone trabas a la inversión. Bruscos cambios regulatorios o tributarios, que afectan a empresas ya establecidas que han hecho su inversión y se enfrentan a gastos que no figuraban en el cálculo que hicieron antes de invertir, minan la confianza de potenciales inversores extranjeros y nacionales porque carecen de un marco jurídico fijo. El tributo tiene, además, un claro un afán recaudatorio y no va a estar destinado a aspectos de mejora medioambiental y, en ningún caso, servirá para impulsar el tejido productivo. En suma, resulta chocante la imaginación y voracidad recaudatoria, muy selectiva por cierto, de algunas Comunidades Autónomas que disfrazan sus necesidades fiscales, con preocupaciones medioambientales. Por ello, esperemos que triunfe la razón y que impuestos como el propuesto para Grandes Superficies se quede en el cajón de las ocurrencias.

Alejandro Inurrieta es director de Escuela de finanzas de Madrid

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