Virtudes públicas y virtudes privadas
Recientemente, distintos medios recogían los resultados de un experimento de Reader’s Digest para medir la honestidad de los habitantes de 16 ciudades del mundo, Madrid entre ellas. Los reporteros de la publicación dejaron “olvidadas” en cada una de esas ciudades doce carteras, que contenían dinero e información suficiente para identificar al propietario. Y esperaron a ver qué sucedía. La ciudad más honrada fue Helsinki, dónde aparecieron intactas once de las carteras. En Madrid aparecieron dos.
Como experto en la materia, ratifico los resultados. En mis tiempos de estudiante en la capital finlandesa dejé olvidados en un tren el pasaporte y la cartera con el dinero para todos los gastos del mes. Entre palpitaciones, sudores fríos y sombrías reflexiones del tipo “a ver cómo le explico esto a mi madre” fui, horas después, a la sección de objetos perdidos. Y allí estaba todo. Las señoras que me atendieron probablemente se ruborizan todavía al recordar mis abrazos y besos. Volvió a sucederme, años después, en Boston. Olvidé, de nuevo en un tren, pasaporte, billetes de avión, tarjetas de crédito y todo mi dinero. Más que mi madre –que también- en esa ocasión me preocupaban mi jefe, mi novia y la posibilidad de convertirme en inmigrante ilegal en EE.UU. Llamé a la policía. Alguien había devuelto todo. En la comisaría me atendió un severo policía del tamaño de una nevera americana de doble puerta. Los besos y abrazos quedaban descartados. A la Corleone, cogí una de sus manos entre las mías y le dí un varonil apretón con mi mirada de “he visto atacar naves en llamas más allá de Orión”. Por otra parte, dos veces he olvidado libros en un tren destino Madrid. Nunca aparecieron.
El experimento de Reader’s Digest deja buenas y malas noticias para Madrid. Buenas, porque no es la última ciudad del ranking. Es sólo la penúltima. Malas, porque el experimento, además de reforzar estereotipos sobre los españoles, disminuye las probabilidades de que futuras carteras perdidas sean devueltas. Así son las normas sociales.
El comportamiento de las personas es influido enormemente por el del resto de personas a su alrededor. La gente tiende a comportarse tal y como lo hace el grupo al que pertenece. Por eso la obesidad, los embarazos adolescentes, el consumo de alcohol o el rendimiento académico dependen de los de las personas grupo más cercano. Y por eso la programación de las televisiones es contagiosa. Este fenómeno, el de la conformidad, es conocido desde hace décadas y ha sido demostrado en miles de estudios empíricos desde los primeros trabajos de Solomon Asch, en los años cincuenta. Ha sido utilizado hasta la saciedad en el marketing, donde una de las artimañas clásicas es tratar de convencer al consumidor de que la mayoría prefiere un producto determinado. En los últimos tiempos los científicos han caído en la cuenta de que las normas sociales y el deseo de conformidad influyen en conductas sociales más allá del marketing y de las ventas. Por ejemplo, para conseguir que los huéspedes utilicen más de una vez las toallas en los hoteles son mucho más efectivos los mensajes en los que se afirma que la mayoría lo hace que los que apelan a la conciencia ambiental.
Un ejemplo llamativo lo encontramos en un experimento desarrollado hace algunos años por la agencia tributaria británica. Tenía por objeto saber qué tipo de mensaje impulsa a los defraudadores a cumplir con sus obligaciones. El fisco británico envió dos tipos de cartas. La primera apelaba a la conciencia de los morosos recordándoles la relación entre el pago de impuestos y el mantenimiento de los servicios públicos básicos. La segunda era más novedosa; recordaba a los destinatarios que más del 90% de los contribuyentes cumplía puntualmente con sus obligaciones. Este último tipo de carta, que apelaba a la conformidad, disminuyó más de un 50% el nivel de incumplimiento. La moraleja es que poner el acento en lo que la gente hace bien puede generar círculos virtuosos.
Volviendo a las carteras descuidadas en Madrid, no coincido con aquellos que dicen que sufrimos una crisis de valores. Creo, más bien, que tenemos un déficit histórico en esta materia que la crisis ha puesto dolorosamente de manifiesto. Así lo prueba, por ejemplo, el tamaño de nuestra economía sumergida o del fraude fiscal. Quizá sea el momento de impulsar valores ciudadanos de una manera distinta. Recordando las virtudes que sí tenemos, por ejemplo. No son muchas. Pero alguna hay.
Ramón Pueyo es economista