Hacia una auditoría democrática de los partidos
Como cualquier otra actividad económica, institucional o social que, al menos parcialmente, recibe recursos públicos, los partidos políticos deben mantener: (a) un sistema contable-financiero apropiado, (b) una administración financiera respetuosa de la legalidad, y (c) estar sujetos a auditoría periódica, no esporádica e independiente. Y estar preparados para rendir cuentas al Parlamento, al Ejecutivo nacional y, en último término, a la ciudadanía, sobre el origen y la utilización de los recursos, la ubicación de los mismos, el cumplimiento con las leyes y reglamentos vigentes, la calidad de sus controles internos y la condición financiera en la que, a una determinada fecha, se encuentra su organización política. En cierto modo, la auditoría de los partidos políticos se encuadra dentro de un concepto de gobernabilidad transparente más global: la Auditoría Democrática de un Estado moderno.
En algunos países, ese examen administrativo y cualitativo de las organizaciones políticas es efectuado por el ârgano Superior de Control de la Nación, cualquiera que sea la organización o denominación del órgano en cuestión. Infortunadamente, en buen número de las veces, este órgano contralor no examina la totalidad de los partidos con la debida periodicidad y, frecuentemente, neutralidad política. Precisamente, para evitar suspicacias entre los propios partidos, originadas por la manera en cómo se desarrolla el trabajo de tales organismos de control (y más aún si éstos se hallan gobernados por un cuerpo colegiado estratégicamente colocado en esa posición directiva mediante un convenido reparto político de la función contralora), los países más avanzados ven con simpatía que la auditoría independiente sea efectuada (además) por empresas auditoras igualmente independientes. Se entiende que estas auditorías privadas, cuyo alcance hemos indicado en el primer párrafo, son universales, periódicamente anuales, y los respectivos informes, puntualmente entregados para conocimiento del Legislativo, el Ejecutivo y la sociedad civil. El coste de la auditoría, en la segunda alternativa indicada, corresponde, como ocurre en el mundo corporativo, al partido político examinado. Esto implica que el monto respectivo deberá incluirse conspicuamente en el presupuesto anual del partido político correspondiente.
Es necesario recordar que el proceso de auditoría financiera de una organización, está sometido a una especie de liturgia. Primero, se supone que existe una información de carácter contable-financiero auditable a determinada fecha que, en el mundo corporativo e institucional, se denomina estados financieros. Si la información en cuestión no existe, o no se hace disponible al auditor (como es el caso rocambolesco de las llamadas contabilidades B o, con halo de misterio, secretas) obviamente no hay nada que auditar. Y anunciar a la ciudadanía, en estas condiciones, que se va a solicitar una auditoría, no pasa de ser un irreverente saludo político a la bandera. En segundo lugar, el propietario de la información, la plana gerencial de la entidad solicitante, entrega voluntariamente, o por imperativo legal, los documentos e información de apoyo respectivos, a un profesional o profesionales independientes que, en el caso que estamos comentando, es el ârgano Oficial de Control del Estado, o una empresa de auditores externos. Los más escrupulosos entre los sujetos a auditoria, para estar más seguros, se someten a ambos exámenes. En tercer lugar, el ritual de esta liturgia presupone que, en el acto de la entrega de la información a cualquiera de las dos entidades auditoras señaladas, el interesado expone: "Aquí tienen ustedes esta información que la hemos preparado internamente; dígannos que opinan sobre ella". En cuarto lugar, a continuación, el ente auditor realiza su trabajo de acuerdo a las normas profesionales y legales correspondientes. En quinto lugar, finalizado el trabajo de fiscalización o auditoría, el auditor dictaminante se apresta a informar al interesado, que acude a conocer el veredicto, o con absoluta tranquilidad y normalidad, o envuelto en una psicosis de expectación y hasta de morbo, según las circunstancias.
El eslabón final de esta liturgia puede resultar variado: en condiciones normales, el dictamen u opinión del auditor es limpio, que en la jerga de los auditores equivale a decir: "La situación financiera de ustedes es más o menos aceptable; nada serio de que preocuparse". O puede ser que el auditor, con la solemnidad del caso, dictamine: "Los documentos e información que me han proporcionado, no presentan la situación fiel y verdadera, queremos decir, razonable, de las finanzas de su organización". Pero esto, con ser sumamente grave, no es lo peor. Cabe que el auditor decida, nada más y nada menos, que no piensa dictaminar: "Vean señores, la falta de documentos justificativos en actividades clave que han realizado, las trasgresiones notables a la legalidad vigente, la ausencia de registros contables en algunos casos y las operaciones mal o fraudulentamente registradas en otros, la carencia casi absoluta de normas de control interno, el desorden administrativo generalizado y la carencia de responsabilidad financiera observada a todos los niveles de su organización, son de tal calibre, que no estamos en capacidad de emitir, y no emitimos, opinión alguna sobre la información y documentación que han presentado a nuestro examen". Huelgan comentarios.
Pero lo que resulta alarmante (y preocupante) es el desconocimiento o ignorancia de la que hacen gala nuestros políticos (los actuales, los anteriores, y los pasados) a la historia cuando reclaman, en unos casos, o prometen, en otros, un trabajo de auditoría profesional que, a fin de cuentas, se va a convertir en una auditoria política, sin ni siquiera sospechar lo que significa el término ni lo que hay detrás del mismo. ¿No será que ha llegado ya el momento para efectuar una auditoría democrática de la administración del Estado?
Ángel González-Malaxetxebarria es especialista internacional en Gobernabilidad, Gestión Financiera y Auditoría