La austeridad no debe ser una trampa
Para afrontar la crisis económica que asola Europa es necesario recurrir a la austeridad. Sin embargo, el autor analiza cómo se están aplicando estas medidas y los pocos frutos que están dando.
El comportamiento humano tiene una ley recurrente. Las medidas de ajuste para salir de una crisis de forma duradera, tanto a nivel individual como empresarial o nacional, se dejan para última hora cuando ya son difíciles y dolorosas porque la alternativa sería peor. Por eso cabe esperar que antes de que se llegue a esa situación, no muy lejana pues con un paro superior al 26% ya es casi insostenible, impere el buen sentido en el partido en el poder (preferiblemente los dos mayoritarios conjuntamente) y tome las medidas que saquen a la luz el gran potencial de la economía.
Pero por muy acertadas que sean sus actuaciones políticas, la corrección de los graves desequilibrios económicos, financieros y sociales que se han dejado formar a lo largo de los tres últimos lustros, algunos ya estructurales, será precisa una política de austeridad durante algún tiempo. Así se ganará la confianza de Bruselas para alargar el horizonte de la reducción del déficit público y la de los mercados indispensable tanto para su financiación y la de la deuda soberana.
Parece que los responsables políticos no se han percatado de que si esa austeridad no se basa en elementos que tengan los menores multiplicadores fiscales negativos resulta imposible alcanzar el equilibrio presupuestario porque la caída del PIB reduce los ingresos fiscales y aumenta el gasto por el mayor desempleo.
El primer ejemplo de esta forma de proceder fue la fase de austeridad impuesta por Bruselas para impedir que la economía tomara el rumbo del Egeo en mayo del 2010. De la noche a la mañana las autoridades aplicaron un fuerte paquete de medidas restrictivas que tenían un efecto fiscal negativo importante, como se ha visto posteriormente. El nuevo Gobierno ha tardado casi un año en tomar una modesta medida restrictiva -reducción del parque móvil estatal- que apenas tiene un efecto fiscal negativo, pero sigue sin tocar la reducción, si no el cese, de muchas subvenciones y transferencias que se hacen sin fines económicos.
Se siguen olvidando las promesas de reforma de las Administraciones públicas. De hecho, solo se ha realizado una verdadera reforma, la laboral, porque la llamada reforma del sistema financiero está siendo una serie de repetidos y costosos apoyos financieros para salvar el sistema de la insolvencia. Queda por hacer una auténtica reforma del sistema.
La única explicación a esta continua desidia reformadora de los partidos es que llevan a la pérdida de importantes privilegios de sus correligionarios. Pero los responsables políticos saben o deben saber que a menos que cesen los cuantiosos recursos que se malgastan por la falta de reformas será difícil que la economía salga de la crisis de forma duradera a un nivel razonable.
El vicepresidente de la Comisión Europea, Olli Rehn, en una ambigua declaración anunció hace días que España habría hecho sus deberes este año y el próximo, pero que en febrero se decidirá si será preciso reforzar las medidas de austeridad. Si este anuncio se realiza, como es muy probable, sus efectos restrictivos en 2014, a pesar de heredar la reflexión de 2013, no va a impedir un modesto crecimiento gracias a que continuará el importante efecto expansivo del sector exterior. Pero hay que evitar el persistente error en que suele caer la clase política de no ver (o querer ver) la realidad. No se percató de que los ocho años de bonanza hasta 2007 eran una falacia, un regalo envenenado del euro que contribuyó a la actual crisis.
No ver ahora que la aportación del sector exterior del 7,9% del PIB en los cuatro años a 2013 es también falaz, que no se debe a una verdadera mejora de la competitividad, sería una rémora para la tan necesaria y apremiante salida de la crisis. La mejora del sector exterior es el resultado cuasi mecánico de una caída del PIB del 3% en el mismo periodo y sus efectos negativos sobre el empleo, los salarios y el coste salarial unitario. Una auténtica mejora de la competitividad, esencial para una salida duradera de la crisis, exige un profundo cambio de comportamiento de los agentes sociales y una política económica dirigida a ese fin.
El vicepresidente debería decir a la canciller Merkel, que es la que en definitiva manda en el CDU, en Alemania y Europa, que Alemania está siendo contagiada claramente por la recesión de los países periféricos y recordarle con firmeza que va siendo hora de que se pongan en práctica las promesas del Consejo del pasado junio: el Pacto sobre el Crecimiento, la unión bancaria y reforzar la integración de la política presupuestaria.
A 10 meses de las próximas elecciones federales, la canciller Merkel debería explicar a sus electores las razones para defender Europa. Que Alemania es el país que más se beneficia del euro, que es inconcebible que la Unión Europea sea incapaz de decidir sobre un miserable presupuesto del 1% de su PIB cuando vive una dramática crisis económica y ese presupuesto podría ser un instrumento de desarrollo para un continente en recesión.
Pero la canciller no va a defender esas ideas pro europeas porque con ellas no ganaría las elecciones. Sabe que el pueblo alemán sigue, sobre todo después de la unificación, imbuido de la tradición bismarckiana de la primacía del Reich (imperio) alemán sobre Europa. Estuvo a punto de conseguirlo dos veces entre 1914 y 1945 de no haber sido por Estados Unidos. Y ahora puede conseguirlo gracias al euro y a la incompetencia, irresponsabilidad y sectarismo de la clase política de muchos países de la zona euro.
Alemania se muestra reservada frente a los proyectos europeos que no corresponden a sus intereses inmediatos. Nada sería peor para Alemania y Europa que una canciller cuya impopularidad en el extranjero fuese proporcional a su popularidad en su país, como una experiencia un tanto lejana puso de manifiesto.
Anselmo Calleja. Economista.