La crisis y la universidad
Necesitamos una reforma universitaria de gran calado que requeriría de un amplio acuerdo social. El autor aborda dos aspectos principales: el gobierno de la universidad y la selección de su profesorado
Las exigencias de racionalización del gasto que la crisis ha traído al primer plano, y que probablemente nos acompañarán durante mucho tiempo, han terminado afectando también a las instituciones que, por inercia o por táctica, han tratado de pasar desapercibidas. Entre ellas, una universidad somnolienta y aletargada que, lejos de jugar un papel crítico y dinamizador del conocimiento, se conforma con subsistir y defender una mal entendida autonomía, ensimismada en aquelarres en los que los ropajes solemnes se superponen con fórmulas medievales y con canciones goliárdicas elevadas a la categoría de himno secular (que, en muchas ocasiones, es ya lo único que diferencia a los centros universitarios de los de otros niveles educativos).
Esa racionalización del gasto tiene que llegar a la universidad, en la que los escasos, y a veces no tan escasos, recursos disponibles distan de utilizarse de manera eficiente. Probablemente la educación universitaria y la investigación científica deberían ser uno de los primeros renglones en la reescritura del Estado autonómico y en la recentralización de competencias que inevitablemente debe acompañarla. El panorama de nuestras universidades, en cuanto a su número, a su repetición sistemática de centros docentes que muchas veces no superan, ni en calidad de las enseñanzas ni en cantidad de alumnos, los umbrales mínimos que cualquier planteamiento racional impondría, no es precisamente alentador.
La reforma de la universidad que precisamos es una reforma de gran calado, que no puede dejarse solo ni principalmente en manos de los universitarios y que requeriría de un amplio acuerdo social. La autonomía universitaria no puede seguir siendo el burladero contra el que se estrellen todos los proyectos reformistas. Económica y socialmente necesitamos una universidad muy distinta a la actual, de mayor exigencia y de mayor calidad. Y eso trae a colación casi todos los aspectos de la organización de las actividades universitarias. Quiero referirme en este foco particularmente a dos, sin cuya solución pienso que cualquier intento de mejora resultará baldío: el gobierno de la universidad y la selección de su profesorado.
En cuanto al gobierno de la universidad, debería replantearse la mimética aplicación de los principios democráticos establecidos para la elección de las instituciones políticas representativas. El carácter electivo de prácticamente todos los órganos de dirección y gobierno de la universidad no tiene sentido. El principio democrático de la elegibilidad de los órganos de gobierno no tiene por qué aplicarse a todas las instituciones, que no por eso dejan de ser plenamente democráticas. Un académico francés, cuyo nombre no recuerdo (y, como diría Umbral, no me voy a levantar a buscarlo), decía hace unas décadas, buscando un ejemplo para defender estas tesis en el debate universitario, que cuando los pasajeros suben a un avión no hay una elección popular para ver quién es el piloto, y no por ello se puede decir que la selección de pilotos no respete las reglas democráticas.
Los consejos sociales de las universidades no han cumplido, en el panorama provincializado y alejado de vínculos significativos con el mundo productivo, empresarial y social de nuestras universidades, el papel que, al modo de los patronatos de las más prestigiosas universidades americanas y europeas, deberían haber desempeñado. Pero, si estuviesen en condiciones de cumplirlo, podrían tener atribuido el nombramiento de los máximos responsables académicos de la universidad. Y si se mantuviera el carácter electivo de tales responsables, habría que diferenciar según los casos (un director de departamento no veo por qué tiene que ser votado por los estudiantes o por el personal no docente) y establecer algunas reglas de buen gobierno. Por ejemplo, estableciendo para los rectores la posibilidad de un único mandato, de mayor duración. La experiencia demuestra que el primer mandato de los rectores suele estar condicionado por el cálculo permanente de las conveniencias de cara a la reelección, y durante el mismo es cuando los distintos grupos electorales, docentes, no docentes y estudiantiles, suelen obtener ventajas y beneficios particulares, reñidos en ocasiones con los intereses generales de la institución y de la sociedad.
Y la selección del profesorado debe cambiarse drásticamente. Desde las viejas oposiciones a cátedra que garantizaban razonablemente una competencia entre los mejores, permitían la movilidad interuniversitaria y aseguraban un conocimiento profundo de la materia a impartir y una suficiente experiencia investigadora en la misma (lo que no impedía, a veces, la culminación de cacicadas clamorosas), todas las modificaciones que se han producido han estado encaminadas a reducir los niveles de exigencia.
Una universidad, tenga los medios que tenga, solo será excelente si su profesorado es excelente. Y las universidades deberían esmerarse en la selección de su profesorado, buscando atraer a los mejores. La universidad, por definición, es y debe ser una institución elitista y, sin embargo, con el inestimable apoyo de un organismo que ha hecho todos los méritos imaginables para su supresión, la Aneca, el esfuerzo individual, la sana competencia y el afán de superación han sido prácticamente erradicados. Nos limitamos muchas veces a importar sistemas imperantes en otros países sin tener en cuenta nuestra innata tendencia a corromperlos. El último invento, el de la acreditación conferida por la Aneca para poder optar a una plaza, bien de titular bien de catedrático, ha derivado en que la situación legalmente prevista (acreditado para poder ser catedrático) se haya convertido en otra totalmente distinta (catedrático acreditado, que es una figura legalmente inexistente), en virtud de la cual el posterior acceso a la cátedra tiende a convertirse en un mero trámite.
Con el sistema actual, la movilidad del profesorado entre universidades prácticamente se ha erradicado, y pertenece al reino de la fantasía cualquier planteamiento de captación de los más valiosos o experimentados. Y lo habitual es que se pueda culminar la carrera académica sin salir de la universidad en que se ha estudiado, sin competir nunca por una plaza, sin ser juzgado por especialistas en la materia y sin tener que acreditar conocimientos de la misma. El que a pesar de ello sigamos contando con muchos profesores excelentes no responde más que al hecho de que lo dioses no nos han abandonado del todo.
Federico Durán López. Catedrático de derecho del Trabajo. Socio de Garrigues