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Tribuna
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Memoria de lo cotidiano

Gracias a la invitación y a la inquietud intelectual de tres buenos profesores, Mónica, José María y José Miguel (el gran muñidor), he tenido la oportunidad de disfrutar, y mucho, en una charla-coloquio con más de 200 estudiantes que cursan el bachillerato en Madrid y tienen edades comprendidas entre 16 y 18 años. Y quiero compartir con los lectores el gozo y la experiencia de ese encuentro que duró casi dos horas y pudo extenderse dos más. Aunque el título de la conferencia era Líderes vs. jefes, la verdad es que hablamos con muy buen rollo de todo lo que hoy preocupa a los jóvenes: la actual situación sociopolítica en España y en el mundo, la reforma laboral, el mal ejemplo de los líderes, el rol futuro de la ciudadanía, los ignotos y avariciosos mercados; los valores, el Estado de bienestar, el 15-M y, hasta que el tiempo se agotó, unas cuantas inquietudes más.

La sorpresa vino al principio, cuando les pregunté a quién de esos doscientos y pico jóvenes le gustaría ser jefe/directivo cuando, en el futuro, se incorporase al mercado de trabajo. Solo 14 alzaron su mano, más chicas que chicos, por cierto; en total, un 7% de los asistentes. Es decir, responsabilidades fuera.

Nada nuevo bajo el sol: a finales de 2004 se hizo pública una encuesta realizada, precisamente, entre estudiantes madrileños de secundaria y, así es la vida, solo el 2% quería ser jefe/a en el futuro. Algo hemos avanzado, aunque la verdad es que ni entonces ni ahora, ocho años más tarde, he sabido interpretar el dato, pero no deja de ser curioso que solo un muy escaso porcentaje de chicos y chicas que tienen toda la vida por delante, y que todavía no se han estrenado laboralmente, aspiren a mandar a sus compañeros. Sin elevar la anécdota a categoría, y sin sacralizar nada, en datos como estos puede esconderse el secreto de lo que nos está pasando, de las incertidumbres que nos desbordan y de la desesperanza galopante. Confundimos progreso con velocidad y nos inunda el facilismo. Sabemos lo que pasa pero no cómo resolverlo, con el añadido de que fallamos estrepitosamente en educación.

Aunque el mundo del ordeno y mando es muy complejo, tengo la impresión de que, a partir de los ochenta, hay una o dos generaciones que ven las cosas con perspectivas diferentes: parece que no quieren mandar pero sí ayudar a los demás, o eso dicen. Es probable que, como Peter Pan, no quieran hacerse adultos, o que no les guste este mundo lleno de corrupción y engaño que estamos construyendo para ellos. Han considerado, y no sin razón, que hay vida antes y después de los jefes, de las empresas e instituciones, de una existencia llena de apariencia y demasiado constreñida por normas y reglas que casi nunca se cumplen, y además no pasa nada. Muchos piensan que lo que ahora merece la pena es ofrecerse solidariamente a los demás para colaborar en proyectos que a todos beneficien. El individuo que se sabe y se siente integrado en una comunidad adquiere una robusta conciencia moral cuando la actividad se articula en torno a fines comunes. Lo que no significa que dentro de algún tiempo, en un futuro no muy lejano, el deseo más fervoroso de los jóvenes no sea, precisamente, dirigir a sus ahora iguales y convertirse en ambiciosos ejecutivos.

Si así ocurriera, habría que decir que, aunque sea incomodo, ser jefe es un deber. Alguien ha escrito que a los individuos modernos les faltaría una identidad moral común (la common decency de Orwell), que sería la condición indispensable para construir un marco social cohesionado y justo, con deberes y derechos. Nos olvidamos con demasiada e inusitada frecuencia del concepto responsabilidad, cualidad que nos obliga a responder de nuestro actuar o por el de alguna persona. Los jefes, y eso cuesta, deben responsabilizarse del trabajo de las personas de su equipo, y esa exigencia -responder por lo que hace otro- parece que hoy no tiene encaje y goza de escasas simpatías. Es como si la responsabilidad individual, la que corresponde al jefe y solo a él, se quisiera repartir entre el grupo, diluyéndola mancomunadamente entre los individuos que lo integran.

Pero el bienestar, que es una humana y legítima aspiración, no se consigue sin trabajo, sacrificio y una buena dosis de responsabilidad. El deber de ser responsable no es algo relativo, ni una invención filosófica o una convención social: hablamos de una exigencia. El ser humano, hasta para ser solidario, debe ser responsable, responsablemente solidario. Caballero Bonald, que nos invita a la reflexión en su último y hermoso libro Entreguerras, y siempre tiene miedo a perderse en las equidistancias de todos los pretéritos, cierra las páginas de su poemario con tres versos definitivos: "El monocorde olvido el tiempo el tiempo el tiempo/ mientras musito escribo una vez más la gran pregunta incontestable/ ¿eso que se adivina más allá del último confín es aún la vida?".

Juan José Almagro. Doctor en Ciencias del Trabajo. Abogado. juanjose.almagro@gmail.com

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