_
_
_
_
El foco
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La música empeora la letra

El autor considera que lo peor de la reforma laboral son los argumentos para su defensa, que dificultan undebate constructivo. Una oportunidad perdida para crear unas relaciones laborales modernas.

Peor incluso que el contenido de la reforma laboral, que está siendo ampliamente analizada, discutida y, a buen seguro, combatida con la movilización, son los argumentos que se están utilizando para su legítima defensa por sectores que, desde el desconocimiento más absoluto de la actual regulación laboral y la actual práctica de las relaciones laborales e industriales de nuestro país, resaltan bondades y aspectos positivos, que entienden que aportará, como si fueran novedades inexistentes hasta hoy en el marco y en la práctica laboral en España. Me refiero a su afirmación sobre la posibilidad, a partir de ahora, de crear un convenio colectivo de empresa y su prevalencia sobre el de ámbito sectorial, al igual que la posibilidad de que una empresa con dificultades no aplique los salarios u otras materias reguladas, como la jornada de trabajo, en su convenio colectivo para hacer frente a un mercado fluctuante antes de acudir al despido procedente.

No, estas no son novedades, ni del Estatuto de los Trabajadores ni, menos aún, de muchos de nuestros convenios colectivos. La novedad de mérito, la esencia de esta reforma, reside en modificar el ya débil, comparado con los países de nuestro entorno, equilibrio entre las partes que conviven en la empresa. Ese equilibrio que distingue a las sociedades avanzadas y ricas de las atrasadas y pobres. Ese equilibrio que hace de la empresa y del mundo del trabajo un espacio para convivir y no para sobrevivir. Ese equilibrio que no siempre ha determinado la línea de derecha e izquierda política en la generación de leyes y normas que conjugan derechos y mejora competitiva, participación y cogestión con mejora de la productividad de las empresas y la economía.

La música que inspira y acompaña la letra de la reforma es la que entiende que el empresario es el amo y dueño y, como tal, el propietario de la fuerza de trabajo, de la misma forma que lo es de la maquinaria y el mobiliario; y por ello, toda regulación que pretenda reducir el desequilibrio entre las partes es un estorbo para su gestión y, por ende, y ahí empieza el silogismo cargado de ideología, un estorbo para la competitividad, para la generación de riqueza y para el empleo.

Un pensamiento que, al margen de la opinión que le merezca a cada cual, no es nuevo en el mundo, ni tampoco en la historia de España: entender el Derecho del Trabajo como el principal estorbo para el progreso y, junto a él, la presencia de organizaciones sindicales, incluso en algunos casos también de patronales, como elementos distorsionadores de las relaciones del empresario con sus trabajadores en la empresa. Y es desde ese planteamiento desde el que se presentan los convenios colectivos sectoriales; se los considera como unos corsés despegados de la realidad de las empresas y a sus negociadores (sindicatos y patronales), como cúpulas burocráticas ajenas a los intereses de los empresarios y de los trabajadores. O sea, prescindibles, porque ahí esta el Partido Popular, el partido de los trabajadores, como han afirmado algunos de sus dirigentes, y por supuesto también de los empresarios, como demuestra con esta reforma.

Decepción deberíamos sentir los demócratas al ver el sectarismo de algunos argumentos. Tristeza al leer indocumentadas comparaciones con la realidad del conjunto del sistema de relaciones laborales y protección social de países como Alemania, Francia, Holanda o Dinamarca. Y preocupación, mucha preocupación, por algunos argumentos que acompañan la defensa de la reforma que hacen que la música sea peor que su letra al identificar el paro con el derecho del trabajo y al responsabilizar cínicamente a los sindicatos de la crisis y de los cinco millones y medio de parados.

Argumentos poco edificantes que dificultan un debate constructivo y mucho más cuando se intenta descalificar el desacuerdo sindical con la defensa de intereses particulares y espurios, en contraste con las nobles razones de quienes defienden unas medidas buenas para todo y para todos, porque las han decidido ellos, los propietarios de la bondad absoluta.

Esta posición sectaria y dogmática (el mercado siempre cumple con sus funciones) es la que explica que el argumento de mayor fuerza tenga que sustentarse en un acto de fe. El que afirma que, como la reforma laboral aprobada hace menos de un año por el anterior Gobierno no ha creado empleo, ahí están las cifras que evidencian su fracaso, este Gobierno hace otra. Una reforma que de antemano, advierten, tampoco creará empleo en un año pero que, realizando un triple salto mortal, aseguran que esta sí es necesaria para crear empleo en el futuro. Solo desde ese sectarismo ideológico, tan perjudicial en nuestra historia, se pueden resolver las dudas de un plumazo, como las resuelve ese hombre de la metáfora que les cuenta a sus amigos que su rabino es un santo, porque habla todos los días con Dios. Los amigos, escépticos, le preguntan: ¿y tú como lo sabes? Porque me lo ha dicho él mismo, responde. ¿Y cómo sabes que no te engaña? ¿Como me iba a engañar un hombre que habla todos los días con Dios?

No es desde los actos de fe como afrontaremos los grandes retos a los que debe responder nuestra economía, ni tampoco dinamitando, como hace la reforma, los débiles puentes tan costosamente construidos, de diálogo social en torno a objetivos comunes reflejados en el último Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva (AENC). Un acuerdo que podría demostrar su capacidad y su utilidad para bajar la inflación, moderar las rentas, mejorar la productividad y la estabilidad del empleo, si le dejarán. Un pacto que aspira a cumplir sus objetivos reforzando la negociación colectiva pero que, incomprensiblemente, la reforma aprobada impide desarrollar los capítulos relacionados con la eficacia del convenio sectorial y la consiguiente inaplicación de su contenido en la empresa. Dos hechos que cuestionan de plano, si no se corrige el contenido de la reforma en estas materias, el valor y sentido mismo del Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva, convirtiéndolo en una oportunidad perdida para configurar unas relaciones laborales modernas que permitan trabajar por una mayor cohesión social tan necesaria en momentos de crisis.

Más información

¿Es sostenible invertir en sostenibilidad?

Usman Hayat / Íñigo Serrats Recarte

Archivado En

_
_