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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un diálogo social con los pies en la tierra

Los pensadores clásicos definían al hombre prudente como aquel cuyos actos y juicios se asientan en la realidad objetiva. A la vista de la evolución que están adoptando las conversaciones entre los sindicatos CC OO y UGT y la patronal CEOE sobre la reforma laboral, la prudencia parece haberse convertido en la gran ausente de esta mesa de negociación. Los empresarios han dejado claro que no están dispuestos a firmar una reforma laboral "escasa", mientras desde las centrales sindicales se admite la dificultad de unas conversaciones cuyo nudo gordiano está, precisamente, en materia de costes salariales. Más allá del consenso en cuestiones más blandas -traslado de festivos a los lunes o resolución extrajudicial de conflictos-, ni sindicatos ni patronal están más cerca hoy de aunar posturas de lo que lo han estado en los últimos dos años y medio de intentos fallidos por cerrar un acuerdo sobre negociación colectiva.

Resulta inexplicable que en un país brutalmente sangrado por la pérdida de cinco millones de empleos, con una economía bajo mínimos y un durísimo proceso de ajuste fiscal por delante, las dos centrales sindicales sigan negándose a flexibilizar una legislación laboral que se ha convertido en una verdadera soga para empresas y trabajadores. A día de hoy, las cesiones en materia salarial que los sindicatos parecen estar dispuestos a poner sobre la mesa se limitan a aceptar incrementos por debajo de la evolución del IPC. España, sin embargo, no puede resolver la crisis actual del empleo con aumentos salariales, aunque estos sean inferiores a la inflación. La urgencia de la situación exige dotar de flexibilidad a las empresas ya no para moderar, sino para congelar -e incluso en algunos casos, reducir- las retribuciones en función de la productividad. Sin duda, no es una medicina agradable, pero la alternativa, lo hemos visto hasta la saciedad, son los ajustes por vía de cantidad.

La competitividad del grueso de las empresas españolas -pequeñas y medianas en su inmensa mayoría- depende de la posibilidad de reducir sus elevados costes de producción. Una ineficiencia que ya no puede solventarse haciendo uso de la tradicional herramienta de la política monetaria y que ha de realizarse obligatoriamente por vía fiscal y salarial. El núcleo duro de la reforma laboral que España necesita en estos momentos lo constituye, por tanto, la flexibilización de la negociación colectiva y la reforma de los contratos. Tanto en una como en otra materia resulta imprescindible poner orden y simplificar una legislación cuya complejidad y elevado precio se han convertido en un verdadero lastre para la creación de empleo. Ello implica revisar a fondo todo el sistema de costes laborales y establecer un modelo de contratación y de negociación colectiva racional y capaz de adaptarse al ciclo productivo y a las vicisitudes de cada empresa. En esa tarea tiene que ocupar un lugar prioritario la eliminación de la dualidad entre relaciones laborales fijas y temporales -que perjudica especialmente a los jóvenes-, así como la creación de un contrato único y nuevo, dotado de una escala indemnizatoria en función de la antigüedad del trabajador.

Como recordaba ayer la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, si los agentes sociales son incapaces de sentar las bases de ese proceso de reforma laboral, el Ejecutivo está dispuesto a actuar en consecuencia y a hacer lo que debe hacer, esto es, "gobernar". Sin duda está plenamente legitimado para ello, no solo por sus competencias constitucionales y legislativas en la materia, sino por un mandato ciudadano cuya contundencia y claridad resulta indiscutible. Llegar a ese extremo supondría, sin embargo, una gran derrota para los sindicatos españoles cuyas consecuencias estos no deberían minusvalorar. Flexibilizar la negociación colectiva en cada empresa no supone disminuir, sino aumentar el vigor, la importancia y el protagonismo del diálogo social. Comprender este extremo no implica ceder terreno, sino ser capaces de adaptarse a una realidad que no es estática y cuyos vertiginosos cambios nadie con un mínimo de prudencia puede permitirse ignorar.

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