Alberto, el sabio fiel
Después de 45 años (cuatro/cinco, sí) en la misma empresa, se jubila mi amigo Alberto. Con tal excepcionalidad, la laudatio es muy fácil porque la cuestión es que el fiel protagonista de esta historia no ha hecho más que trabajar toda su vida, como tantos otros millones de españoles que vieron la luz en un periodo de 10/12 años después de una incivil guerra que partió en dos España. Y no sé si todavía es pronto (como irónicamente dijo Mao cuando le preguntaron su opinión sobre la Revolución Francesa) para analizar los méritos y la singular pasta de la que están hechos los integrantes de la llamada generación baby boomers, personas que nacieron a partir de 1945 y que tanto han contribuido a crear grandes empresas y hacer país. Vivieron épocas de austeridad, donde todo el mundo sabía que había que trabajar, esforzarse y ser decente, y que la disciplina era una especie de valor añadido. Entre todos hicieron posible un proceder que se llamó cultura de empresa, un modo de hacer que se olvidó más tarde (cuando el capital se volvió impaciente, como dice Sennett) y que se retoma por los gurús ahora, casi en la poscrisis, como tabla de salvación cuando las aguas son turbulentas y pueden arrastrarnos.
Hace 30 o 40 años, también padecíamos crisis recurrentes; en muchas ocasiones también históricas, pero algo ha cambiado: el auge de las comunicaciones y de internet ha transformado a la opinión pública de fuerza emergente en exigente poder establecido y acaso superpotencia. Muchas instituciones, incluidas las políticas, necesitan redefinirse y encontrar su lugar, y por su nuevo y trascendente rol las empresas no pueden mantenerse al margen de lo que ocurre, ni vivir sin compromisos externos. Hay en esta nueva época un fondo de trascendencia histórica y las organizaciones y sus dirigentes van a tener que jugar un papel más central en el desarrollo económico y en la propia estabilidad social, luchando para que la desigualdad no se instale en su seno.
De todo eso, hace muchos años, estaban convencidas personas como Alberto, el sabio fiel, un hombre con gran olfato jurídico y, más tarde, también empresarial; una persona extraordinariamente inteligente y capaz, nacida en el Sur, donde el mar se funde con el azul del cielo y dibuja atardeceres rojos cuando la luz se aparece irreal y mágica. Como gallina clueca y feliz, mi amigo goza en estos años con la compañía de su mujer y de sus cuatro hijos, cocinando y contando chistes para sus amigos, mientras trata de doctorarse en el golf, sabedor de que la vida no es más que un suspiro que merece la pena disfrutar. Y, aunque jamás lo reconoceremos, a Alberto "todos le guardamos un poco de envidia/ que aunque no es útil es obligatoria", como escribe Benedetti.
Desde muy joven, y en puestos de altísima responsabilidad en una gran multinacional española, mi amigo Alberto comprendió que tenía que cumplir cada día con su deber y hacer empresa a partir de una forma de hacer negocios definida por un conjunto de principios que deben compartir todos los que integran la organización. Porque la cultura la genera, alimenta y da cobijo la dirección. Y sus principios (valores universales e intrínsecos, creencias profundas y rotundas, y expectativas) son los que identifican a cada empresa, acrecentando los sentimientos de dignidad e independencia y reforzando un compromiso coral, porque comprometer es prometer con otros.
Y esos principios compartidos, que distinguen a cada empresa y son la antesala del éxito (y que Alberto contribuyó a desarrollar en la suya), deben regir las relaciones entre los empleados y los colaboradores, los clientes, la empresa y la sociedad. Compartir es la esencia de una manera de hacer, de un comportamiento ético basado en valores que deben reflejarse en nuestras actividades empresariales. Los valores son la base y también la argamasa de la cultura de empresa, y de la sociedad misma, porque "no hay cultura sin moral" como tiene bien escrito el filósofo Marina.
Lo que determina la validez, la justeza y el éxito de una cultura empresarial es que se sustente en valores universalmente aceptados, desde el humanismo a la ética (una revolución siempre pendiente) pasando por la educación, la equidad, el respeto a la ley, la comunicación, el ejemplo, la confianza, la lealtad y el derecho a equivocarse, el más humano de todos los derechos que nadie recogió en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
Alberto, el sabio fiel, supo siempre que la principal responsabilidad de una empresa y de sus gestores es dar trabajo, crear riqueza, obtener resultados y ser eficiente económicamente. Sin embargo, ahora que comienza a ser dueño de su tiempo, mi amigo es también consciente -siempre lo fue y para ello trabajó durante décadas- de que la empresa y sus dirigentes tienen otra responsabilidad que va pareja, y aún más allá, del resultado económico: hacerlo posible desde el compromiso socialmente responsable en un escenario mucho más humano y habitable porque, hombre de fina pluma, podría haber suscrito con Adam Smith aquella certera reflexión del filósofo y economista escocés: "Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y desdichados". Gracias, Alberto.
Juan José Almagro. Doctor en Ciencias del Trabajo. Abogado