Chef, espía, vendedor puerta a puerta y el rey de los publicistas
Una biografía presenta los claros y oscuros de David Ogilvy.
La portada del David Ogilvy, el rey de Madison Avenue promete que es la biografía del hombre en el que se inspira el protagonista de la serie Mad Men, llamado en la ficción Don Draper. Son dos directores creativos que cambian el mundo de las marcas en la edad dorada de la publicidad de finales de los cincuenta y principio de los sesenta y ambos son el alma de sus agencias. Incluso cuentan con un pasado oscuro. Draper usurpa la personalidad de otro hombre. Pero como se suele decir, la realidad puede superar la ficción. El caso de Ogilvy no se queda a la zaga.
Nace en West Horsley (Inglaterra) en 1911, pero él siempre se consideró escocés. De familia adinerada, su padre perdió su patrimonio con malas inversiones en Bolsa. æpermil;l fue expulsado de la elitista Universidad de Oxford, pero gracias a los contactos familiares y a su encanto personal (era además un hombre guapo, pelirrojo, alto, con apariencia de lord y fumador en pipa) consiguió ser un aprendiz de chef en el restaurante Majestic, el más prestigioso de París. Allí aprendió el idioma y a amar a la cultura gala, donde décadas después de compraría un castillo.
Cuando se cansó del restaurante, su hermano (ejecutivo de la agencia londinense Mather & Crowther) le colocó vendiendo cocinas de puerta a puerta. De allí aprendió a conocer a los consumidores, una enseñanza que siempre llevó consigo.
Más tarde entró en la agencia y consiguió que su hermano le enviara a aprender publicidad en EE UU durante un año sabático. Después conoció al estadístico George Gallup, con el que introdujo los estudios de opinión para las películas de Hollywood. En Nueva York se quedó durante la Segunda Guerra Mundial como espía para el servicio de inteligencia británico. Y después se compró una granja nada menos que en un poblado amish, buscando la naturaleza.
Enamorado de EE UU, sería en 1948 cuando convenció a los socios Mather & Crowther para establecer una filial en Nueva York, ya que allí era donde las grandes empresas empezaban a invertir millones en publicidad. Estableció una modesta oficina en Madison Avenue, el corazón mundial de los creativos, hasta conseguir como clientes a los grandes y crear un imperio. "Tiene 38 años y está sin empleo. Fue expulsado de la universidad. No sabe nada sobre marketing y nunca en su vida ha escrito un anuncio", se describía a sí mismo con humor en esa época. Pero demostró una creatividad increíble.
"El papa de la publicidad moderna", le considera su amigo Luis Bassat, quien fuera socio de Ogilvy en España, en el prólogo del libro escrito por Kenneth Roman, ex presidente de la agencia y publicado en España por Gestión 2000 (Grupo Planeta). Esta biografía es también un tratado de publicidad, con algunas de las mejores ideas de Ogilvy, que se han convertido en grandes clásicos.
Roman, quien le conocía bien, también recoge algunos de sus errores, como rechazar la cuenta de Xerox, quien hizo multimillonaria a la competencia o convencer y "explotar la inocencia", reconoce él mismo, de la ex primera dama Eleanor Roosvelt para vender margarina. La pobre anciana destinó sus ganancias a obras benéficas.
"Tengo un castillo. Necesito el dinero"
El momento más incoherente de su vida fue cuando permitió la venta en 1989 de su niña bonita, su agencia, a WPP, un fondo de inversión británico sin experiencia en el campo de la publicidad.Primero llamó "pegote de mierda" en el Financial Times al consejero delegado de WPP Martin Sorrel. Ogilvy & Mather se preparaba para una defensa numantina, pero Ogilvy cedió. Reunió a sus directivos, todos contrarios a la venta, y les dijo: "Estoy sin blanca. No he sabido administrarme bien. Tengo un castillo y una esposa joven, y necesito dinero. Codicia. También hay algo de vanidad en todo esto". A cambio consiguió ser presidente (no ejecutivo) de WPP y un sueldo de 200.000 dólares anuales.Roman lo recuerda bien porque en esa época él era el presidente de Ogilvy & Mather, de donde se acabaría yendo en los siguientes meses, igual que muchos de los mejores ejecutivos, que odiaban al inexperto Sorrel.Fue la fusión más importante de la publicidad hasta entonces, por valor de 800 millones de dólares. Hizo rico a muchos accionistas. æpermil;l no tanto, porque había vendido las acciones sin esperar a la opa final de WPP.