El último insumiso del siglo XX
Ignacio Fernández Toxo pasó un trago amargo en enero de 1996. Presidía el Congreso Confederal de Comisiones Obreras y negó, en aplicación cartesiana del reglamento, hasta dos veces la palabra a Marcelino Camacho, fundador y líder histórico del sindicato, que era a la sazón presidente de CC OO, aunque con muy cercenadas funciones ejecutivas. Terminó cediéndole la palabra para que hiciese una defensa atípica de un atípico cargo, el suyo, cuya desaparición acababa de proponer el secretario general y delfín del propio Camacho, Antonio Gutiérrez. "No me hizo callar el franquismo, y no me van a hacer callar estos ...", protestó dirigiéndose al estrado y masticando improperios contra la dirección de la central. Marcelino se salió con la suya, haciendo gala de la irreductible insumisión que ha llevado dentro desde que llegó al mundo en el páramo soriano (Osma la Rasa, 21/1/1918) hasta que en la madrugada del pasado viernes falleció en Madrid.
La alocución de Camacho en el congreso de Comisiones de 1996 fue la última que dirigió a la maquinaria que había puesto en marcha en 1964, y que se convertiría en la primera organización obrera de España, que en algunos momentos llegó a tener más afiliación que todos los partidos y el resto de sindicatos juntos. En un indisimulado tono crepuscular, Marcelino relató el acta de defunción del sindicalismo del siglo XX, con alusiones desgarradas a la vieja lucha reivindicativa, construida con tics de la mejor solera soviética, y acusando a los jóvenes que dirigían el tinglado de practicar la socialdemocracia y haber contribuido, con su pasividad, al desmantelamiento industrial de España. Y eso pese a haber abandonado, con el olfato de supervivencia que tenía, el credo de los comunistas prosoviéticos que encarnaba un Carrillo humillado electoralmente en los años ochenta, para evitar que el oleaje socialdemócrata arrastrase también al sindicalismo hegemónico de las Comisiones.
Camacho ha sido el eje del movimiento obrero español. Es el paradigma de la lucha contra la maquinaria represora franquista, horadando sus pilares desde las cocinas mismas del sindicato vertical. Pero es también su resistencia radical a abandonar los preceptos de la lucha de clases decimonónica la que provoca la transformación en CC OO, con la que surge un sindicalismo más profesionalizado, que replica la nueva estructura laboral del país, en el que el azul de Vergara ha desaparecido y donde los servicios copan la asalarización de la economía.
Marcelino encarnaba la vehemencia fiera en la defensa de los ideales en los que creía, y que cincelaron los derechos laborales y los sindicales de la democracia. Combinada la presión con la negociación, pero tenía una tendencia enfermiza a la tensión y a la movilización, como hombre de revolución que era, y que fue perdiendo terreno con los años. Aunque se había procurado formación sociológica y económica en el exilio y la cárcel, defendía, con fundamentos rudimentarios, profundas convicciones igualitarias y obreristas, que perdieron vigencia en la nueva democracia industrial, y que hoy en España son historia pura, aunque persistan la desigualdad en la sociedad.
Un revolucionario sin evolución
Combatió en la Guerra Civil como voluntario de las Milicias Republicanas, fue encarcelado por la Junta de Casado en Navahermosa (Toledo) y liberado en abril de 1939 cuando las tropas de Franco barrían la Península. Huyó en tren hasta la costa, en plena desbandada republicana, y se refugió en Argelia. Volvió a España en 1957 y comenzó a trabajar en la Perkins, donde conoció a Ariza, Sánchez Montero, Sartorius y lo que fue el núcleo duro de la dirección del sindicato clandestino. La comisión del metal madrileño nació en 1964, sólo un año después de la que en la mina asturiana de La Camocha alumbraba a CC OO, y que terminaría convirtiéndose en un movimiento sociopolítico de primera magnitud: el que Camacho siempre creyó que sería "la gran izquierda".
Detenido en un convento en Pozuelo en una reunión clandestina, Camacho fue juzgado en el "proceso 1001", del que salió como líder absoluto del movimiento sindical, cuando la UGT estaba apenas hilvanada, pues su presencia en la lucha contra el franquismo había sido testimonial. Comisiones copaba el mapa obrero de la izquierda, y el Partido Comunista giraba a su alrededor. La resistencia natural a la alianza con los socialistas, expresada en una relación de continua desconfianza (mutua) con Nicolás Redondo, y una defensa paralela de la autonomía de CC OO, marcaron los últimos años de Camacho en CC OO (dejó la dirección en 1987), que en un proceso natural terminó rompiendo amarras con el PCE (con Gutiérrez) y consolidando la unidad sindical de la que Camacho renegaba. Tal resistencia, y la insumisión hacia la nueva dirección del sindicato, apadrinando una alternativa radical de vuelta al pasado, terminó sacando a Camacho de CC OO, devorado por sus propios hijos, que lo desalojaron de la presidencia en 1996. Un hombre de revolución que terminó desplazado por resistirse a la evolución.