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A fondo

Maquillaje y reformas para el mercado laboral

Esta es, quizás, la reforma laboral más profunda, junto con la de 1994, desde que se creó el Estatuto de los Trabajadores. Las demás han sido maquillaje", reflexionan en Sagardoy, el prestigioso bufete de abogados laboralistas. Sin embargo, la suerte de los procesos anteriores ha dependido más de la coyuntura y la confianza generada, que del contenido del paquete.

Corría 1984 cuando el Gobierno de Felipe González decidió acometer la primera modificación del mercado de trabajo. La avalaron CEOE y UGT, no así CC OO. El acuciante paro de la joven democracia, del 21%, exigía una acción contundente. La tentadora manzana del empleo temporal fue aceptada entonces por los socialistas, firmando un pacto con el diablo que dio lugar al pecado original que aún arrastramos. Hasta siete tipos de contratos eventuales, encabezados por el primigenio modelo de fomento del empleo, aquel de carácter temporal, rebajaron en cinco puntos el desempleo. A cambio, los 2,5 millones y medio de trabajadores temporales se convirtieron en cinco.

Una alegría precaria que se vio turbada por la crisis de los noventa. Entonces como ahora, la salida de los temporales se convirtió en una vía rápida de ajuste. Una vorágine que dejó sin trabajo a uno de cada cuatro españoles. González acometió la que muchos consideran como la reforma laboral más ambiciosa e importante de la democracia. Esta vez, totalmente en solitario. El objetivo era doble: se imponía crear empleo, pero esta vez la prioridad era que fuese estable. El contrato temporal de fomento, la modalidad estrella del momento, fue eliminado. Paralelamente, se ampliaron las causas objetivas del despido procedente (indemnizado con 20 días por año trabajado) para hacer más atractivo contratar a fijos y se permitieron las empresas de trabajo temporal (ETT). Pese a todo, el objetivo sólo se cumplió a medias: el país volvió a generar trabajo, pero siguió siendo inestable.

La victoria de José María Aznar y la carrera por entrar en el euro propiciaron la siguiente remodelación, la de 1997. La primera auspiciada por la firma de los agentes sociales. Por primera vez, el coste de despedir a un indefinido de forma improcedente se rebajaba de los 45 días. Impulsar el empleo de jóvenes y mujeres dio lugar al nuevo contrato de fomento del empleo, esta vez, fijo. Fue rebautizado con el coste de su extinción, 33 días, pero también limitó la indemnización a un máxima de 24 mensualidades frente a los 42 que llega a acumular el indefinido ordinario. El nuevo despertar económico hizo el resto. La reforma ha sido la más exitosa hasta el momento.

Llegaron luego los procesos de 2001 y 2006, que también disfrutaron del consenso social, y prácticamente sólo añadieron bonificaciones a la contratación. Pequeños incentivos para una época de crecimiento en la que el paro rondaba el 10% de la población activa.

La nueva crisis, sin embargo, reveló que la explosión de empleo del país -al mayor ritmo de Europa- tenía un reverso negativo: en situación adversa, se destruye igual de rápido. Desde 2008, a la caída de los temporales le ha seguido la de los indefinidos. El paro ha vuelto ya al 20%. Hace dos años hubiera sido útil colocar válvulas de escape en la olla a presión de la crisis, que ha terminado reventando en forma de desempleo. Ya es tarde para eso. El grueso del ajuste se ha llevado acabo y no hay reforma laboral que haga brotar el empleo si no crece sobre el abono de la recuperación económica. Y no cualquiera. En España hay que llevar el PIB a una velocidad de crucero del 2% para empezar a hablar de trabajo. Una cifra que continúa lejos.

La apuesta de Zapatero

¿Qué se ha hecho, entonces? La reforma laboral de Zapatero, pese a que lo siga negando, se centra en facilitar el despido y en abaratar su coste. También penaliza la temporalidad, simplifica que el empresario cancele los aumentos salariales y da vía libre a las agencias privadas para competir con el Inem (que sólo coloca al 3% de los parados). Que sea definitiva está por ver. Que sea útil también. Sea como sea, a nadie le gusta. El Gobierno la afronta presionado por los mercados y la UE, los sindicatos la consideran lesiva, y la patronal quiere más. ¿La oposición? La desecha sin dar alternativas. Visto que la reforma no cuenta con consenso, no otorga confianza, no va acompañada de la recuperación y no revoluciona el mercado laboral, cabe preguntarse si no hubiera sido preferible conformarse con algo de "maquillaje" a tiempo.

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