Prefiero crecimiento
En una maniobra generada por lo que queda de gobernanza política en la UE, para convencer a los ciudadanos de la necesidad imperiosa de reducir el déficit, se ha asestado un duro golpe al crecimiento potencial de las economías europeas, especialmente en el caso español.
Esta doctrina, abandonada ya la enajenación transitoria de refundar el capitalismo o aparcarlo por unos meses, ha roto las últimas resistencias políticas de corte socialdemócrata de la UEM. Los tímidos anuncios de aumento en la presión fiscal para las rentas altas en España no corrigen el principal problema de nuestra economía, los ingresos públicos, lo que unido al parón de la inversión pública en infraestructuras, suponen una muy mala noticia.
La tesis es bien conocida, ajuste fiscal duro, empobrecimiento de parte de la sociedad, reducción de precios y salarios, caída del crecimiento potencial, para después intuir que esto será suficiente para volver a crecer. La realidad actual es muy distinta, pues este análisis, que perdura desde los años ochenta en el seno de las instituciones multilaterales, nunca ha sido efectivo. Esta crisis es una crisis de deuda privada, no de deuda pública ni de tamaño del sector público. Los agentes privados, empresas y familias, han utilizado la política monetaria expansiva para apalancarse hasta niveles no sostenibles, sin que la supervisión haya sido capaz de encauzar prácticas muy arriesgadas y alejadas de toda lógica económica y financiera. Este sistema, en parte piramidal porque se nutría de operaciones cruzadas cuya base eran activos muy sobrevalorados, ha explotado en el momento que la alimentación, flujos financieros, se ha terminado. La consecuencia inmediata ha sido que el sistema financiero, y con él la mayor parte de economías occidentales, se ha colapsado, con el consiguiente incremento del desempleo y pérdida de riqueza.
El problema esencial radica en cómo se ha encarado el rescate de los agentes afectados. En un lado tenemos el agente privilegiado, el sector financiero, que ha recibido fondos públicos en cantidades no conocidas, reabriendo el debate sobre lo que en economía se conoce como moral hazard. Si uno sabe que haga lo que haga siempre habrá una institución que le salve, su actitud será irresponsable e ineficiente. Esto es lo que ha ocurrido con parte del sistema financiero que ha visto cómo la sociedad hacía frente a sus excesos y su nulo cumplimiento de las normas de autorregulación. En el otro lado están familias y el resto de empresas. El nivel de endeudamiento ha llegado a niveles también insostenibles, pero no han tenido el mismo trato. El proceso de ejecución de hipotecas, embargos y suspensiones de pagos ha sido creciente y sin ninguna fórmula de rescate público.
Por tanto, tenemos que el sector privado, principal responsable de la crisis de deuda en la que estamos, encara esta crisis sistémica de una forma muy asimétrica. Una vez que creemos saneado el sistema bancario, por ahora, y con un proceso de brusca caída de actividad, empleo y pérdida de riqueza, que como en todas las épocas históricas revierte a la media, ha comenzado la segunda fase. Esta segunda fase se va a caracterizar por una reducción muy drástica del sector público en la mayoría de países europeos, salvo los nórdicos. El descrédito de lo público puesto en marcha, incluso por instituciones europeas como la Comisión Europea, y aplaudida por comisarios otrora socialdemócratas, no ha hecho más que empezar. Este proceso, que ha empezado a calar en sociedades como la española, es muy peligroso, pues lleva a cuestionar incluso el valor de la democracia como elemento corrector y como baluarte de los derechos civiles y económicos. Las consecuencias inmediatas se están empezando a ver en España, donde ya se empieza a hablar de eliminar a las fuerzas sindicales y políticas, por lo caro que parece que cuestan. Los réditos económicos de este progresivo desmantelamiento son claros. Los lobbies financieros, de pensiones privadas, educativos, farmacéuticos o sanitarios acechan a un mercado potencial de más de 500 millones de clientes.
Este lento, pero inexorable devenir, confirma un elemento muy perverso y es que no existe gobernanza global para una economía global. Las élites administrativas y burocráticas, junto a las financieras, son las que realmente gobiernan el mundo, por lo que los Gobiernos elegidos democráticamente son meros instrumentos al servicio del tráfico financiero, que no hay que olvidar que mueve más de 40 veces el PIB mundial. ¿Hay alguien que piense que el Ecofin o la tímida regulación financiera unilateral pueden parar este tsunami?
Alejandro Inurrieta. Economista y concejal del Grupo Municipal Socialista en Madrid