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Tribuna
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'Sed libera nos a malo'

Mi amigo Alberto, sabio incipiente de los que imprimen carácter, me ha hecho feliz cuando hemos sabido que sus preocupaciones por los problemas físicos que le aquejaban tenían su origen en el hipotálamo, esa compleja glándula endocrina de sustancia gris que se extiende por debajo del tálamo y que está considerada un importante centro regulador de principales funciones vegetativas: control hormonal (sueño y libido, por ejemplo), regulación del equilibrio hídrico, del metabolismo de los hidratos de carbono y de la temperatura, amén de desempeñar un destacado papel en algunas funciones psíquicas y psicomotoras. A mí, la verdad, me parece que tener amigos con trastornos leves y pasajeros en el hipotálamo es un nivel superior de relación. Me he tenido que estudiar y repasar qué cosa es el hipotálamo. Y ahora, cada vez que veo a Alberto, inevitablemente, me acuerdo de aquella hermosa obra maestra del gran Rembrandt que se titula La lección de anatomía del doctor Nicolás Tulp.

Cuento esto porque, reflexionando sobre lo que pasa y lo que padecemos desde hace tiempo, me he preguntado si no estaremos todos con severos déficit hipotalámicos no conocidos y/o no diagnosticados a tiempo. Al fin y al cabo, nuestros prebostes de toda clase y condición, aquellas personas que ocupan altas magistraturas y puestos de gran relevancia, los supergurús económicos y sociales; todos los que mandan y a quienes admiramos por su sabiduría, se supone que guardan mucha materia gris en su cerebro y que, precisamente por eso, son inteligentes; algunos mucho y, otros, demasiado. ¿O es que vamos a negarles a todos los Madoff que en el mundo han sido y serán inteligencia? Yo no me atrevería, y tampoco puedo hurtarles su porción de materia gris a los grandes ejecutivos financieros que se han forrado después de hundir a su empresa, y a muchos más de parecida calaña. La verdad, pasado algún tiempo de los naufragios financieros, de la crisis y de los propósitos de enmienda y de las foto-reuniones del G-20, muchos creíamos que las cosas iban a cambiar, aun sabiendo que la codicia forma parte de nuestra propia naturaleza, y que siempre hay gente que quiere ganar más, y que el capitalismo -al fin y a la postre- es como es.

Fernando H. Cardoso, ex presidente de Brasil, en una recomendable entrevista publicada en El País (15 de noviembre de 2009) reflexiona: "Hubo quien dijo que la crisis iba a revolucionar el sistema. Yo no lo creo. Habrá cambios, ojalá los haya, más prudencia, más responsabilidad, instituciones que regulen… Pero cuando venga otro ciclo de expansión, ocurrirán cosas muy parecidas". Cardoso reclama (y me alegro de coincidir con él y también de haberlo escrito) "… una visión humanista que no sea incompatible con la globalización… Hay que democratizar las instituciones globales y preocuparse por la condición de vida de las personas". Está claro, muy claro, y si no lo hacemos así el porvenir no es nada halagüeño. Seguimos empeñados en mirarnos el ombligo y estamos aquejados de eso que, acertadamente, Oppenheimer llama "ceguera periférica". Muchos países (y muchos dirigentes, y muchas empresas) gastan demasiada energía debatiendo su pasado y sus proyectos de futuro, olvidando que el presente hay que vivirlo con perspectiva histórica, que el futuro nunca está escrito, y que conviene aprender de otros países del mundo que no se miran tanto al espejo y están logrando salir de la crisis, atraer inversiones, crear empleo y reducir la pobreza. Se nos llena la boca hablando de sostenibilidad y, obtusamente, no hacemos nada para conseguirla o, al menos, intentarlo sin avergonzarnos.

Y uno no sabe qué hacer. El maestro Ángel González (Nada grave, 2008) escribió un hermosísimo poema que refleja el actual estado de ánimo de muchos de los que creímos que el cambio era posible: "Por raro que parezca/ Me hice ilusiones/ No sé con qué, pero las hice a mi medida/ Debió de haber sido con materiales muy poco consistentes".

En el último tramo de 2009, cuando escribo este artículo, sospecho que podemos quedarnos en el camino, y no quiero; y, además, no me da la gana. Como he repetido en alguna otra ocasión, ahora ya sabemos el precio de la irresponsabilidad y, por mucho que nos cueste, hay que luchar para que la inevitable globalización (y todo lo que de progreso representa) se asiente y crezca sobre valores y principios. Si hacen falta, las reglas vendrán más tarde. Sólo con buenos propósitos no vamos a ninguna parte; repitiendo jaculatorias, menos. Si nos cruzamos de brazos, no nos sirve el sed libera nos a malo (y líbranos del mal) porque está demostrado que los buenos sólo ganan a los malos cuando, además de creer en lo que hacen, los buenos son más.

Por hacerlo fácil y para empezar, podríamos ponernos de acuerdo en temas que todos sabemos esenciales: la educación, por ejemplo. Escribe con razón Carlos Fuentes que "… la educación crea oportunidades, crea personalidades, crea propósitos. Sin educación no hay desarrollo. Sin desarrollo no hay progreso". No podemos esperar a que la economía mejore para que la educación mejore también. Es la educación -un proceso que nunca se acaba- la que debe mejorar para que la economía cuente con más activos productivos. La educación es, debería ser siempre, el más poderoso instrumento de transformación social. Hay muchos que creemos en la educación como base de nuestro, si no le ponemos remedio, ahora incierto futuro.

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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