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Tribuna
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Dejadme la esperanza

Luis, un señor que no es mi amigo, y al que tampoco conozco personalmente, pero que tiene cierto nombre en el mundo de la publicidad y sus derivados mediáticos, pilota un programa semanal de televisión (El aprendiz), de cuyo nombre no quiero volver a acordarme, entre otras razones porque la susodicha producción es una castaña pilonga de proporciones no conocidas hasta ahora; un reality show dedicado al mundo de la empresa y al management con el premio final -para uno solo de los concursantes- de trabajar con el tal Luis y, así se publicita la cosa, ¡con sueldo de seis cifras! Y aquí paz (o pan) y después gloria.

Los concursantes son o fueron inicialmente igual número de hombres y mujeres y, vaya usted a saber por qué, están distribuidos en equipos del mismo género que se enfrentan entre sí. Tienen que superar diferentes pruebas, una cada semana. Cuando concluyen la que toca, los participantes son examinados por su actuación individual y de equipo, y se valoran los resultados (la pasta manda), que es lo determinante. Uno de los integrantes del equipo perdedor -el que menos dinero gana- es despedido al finalizar la emisión.

En el transcurso del programa he visto y escuchado de todo: egos inconmensurables, tonterías sublimes y extraordinarias, puñaladas traperas, expresiones en boca de los concursantes como "negociación júnior" y tan humildes como "soy el mejor de todo el equipo y de la casa con diferencia", confusión entre liderazgo y jefatura y pobres lecciones sobre comportamiento. Hasta disertaciones sobre las dos clases (sic) de inteligencia que, según el conductor del rollo televisivo, existen: racional y emocional. Antes de que sea más tarde, yo recomendaría humildemente a quien corresponda (y más que nada para contribuir a la lectura y al cultivo del espíritu) un reciente y hermoso ensayo (Anagrama, 2009) de Hans Magnus Enzensberger, premio Príncipe de Asturias, titulado En el laberinto de la inteligencia. Guía para idiotas.

Con la que todavía está cayendo, con lo que se ha dicho y escrito sobre las maldades del mundo empresarial, antes, durante y -supongo- después de la crisis, a uno, que es bienintencionado, le sorprende y le inquieta esta forma -una más- burda y artera de entender y mostrar en un medio público la vida empresarial y la forma y manera de seleccionar las personas que pueden formar parte de una entidad. No me resigno a estos despropósitos, aunque deberíamos estar acostumbrados porque, como dijo el clásico, "tengo estos huesos hechos a las penas / y a las cavilaciones estas sienes".

La empresa no es otra cosa que un proyecto común hecho entre seres humanos que comparten (o deberían hacerlo) valores, principios y objetivos. Por eso es tan importante que los criterios de selección y promoción se basen en la transparencia y la objetividad y en el respeto al principio de igualdad de oportunidades sin discriminación alguna. Promover la contratación de los nuevos empleados con vocación de permanencia, aunque no sea fácil, es la única forma de garantizar un marco laboral estable que facilite avanzar en el permanente desarrollo profesional (y también personal) de los que trabajan en la empresa. Los sueldos justos y, sobre todo, equitativos garantizan también una rotación baja si, además, somos capaces de ofrecer futuro a los que se incorporan a las organizaciones. La empresa del siglo XXI, si quiere alcanzar la excelencia y no sólo un pasajero éxito, tiene que luchar para que la desigualdad no se instale en su seno.

Además, si la empresa quiere ser deseada y tener a los mejores debe ser capaz de democratizar el conocimiento. Tenemos tendencia a monopolizarlo creyendo que, al retenerlo, nos hacemos más importantes, incluso más jefes. Y eso era antes. En estos tiempos, con la generación Y empujando fuerte y haciéndose hueco, buena parte de los saberes -el llamado conocimiento explícito- ya está, vía internet, al alcance de todos. Debemos extender, democratizar y compartir el conocimiento implícito, aquél que no cabe en una página web, el buen hacer de nuestra organización: los principios, los valores, la profesionalidad, el ejemplo y, sobre todo, la cultura de empresa. El talento se esculpe siempre con la fuerza modeladora del saber.

Estamos en los albores de una nueva época, en un momento vierteaguas de la historia y no en un simple cambio de ciclo. Un instante mágico en el que la lucha por el hombre mismo y por los valores en las organizaciones, si nos lo proponemos, puede instalarse definitivamente entre todos nosotros. Una batalla larga y difícil sobre la que ya advirtió Nietzsche, "una generación ha de comenzar la batalla en la que otra ha de vencer". En esta época nueva, más de intemperie que de protección, la persona debe y puede ser el centro del universo. Es nuestra oportunidad y en ella debemos confiar. Miguel Hernández lo recogió en su hermosa Canción última, cuando escribió un inolvidable verso final, "dejadme la esperanza".

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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