La sociedad del miedo
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, se produjo un comprensible cambio de conducta entre los norteamericanos. Durante un año aumentó el uso del coche, en detrimento del avión. Sin embargo, un académico calculó que, si los terroristas secuestraran y estrellaran cada semana un avión en Estados Unidos, una persona que tomara mensualmente un vuelo durante un año tendría una posibilidad entre 135.000 de ser víctima de un secuestro aéreo. Mientras, la posibilidad de morir en un accidente de coche es una entre 6.000. Un psicólogo del Instituto Max Planck de Berlín estimó que el miedo a volar provocó en Estados Unidos 1.595 muertos adicionales en la carretera en los 12 meses posteriores al 11-S, más de la mitad de las personas que murieron aquella mañana. Lo contaba Dan Gardner en Risk, the Science and Politics of Fear (Virgin Books, 2008).
Lo de valorar los riesgos se nos da mal. En 1990, un artículo publicado en el Journal of Risk and Uncertainty probaba que el riesgo objetivo no se corresponde con nuestra percepción del mismo. Los autores descubrieron que existen enormes fluctuaciones en los niveles de riesgo percibido por la población en cuestiones como la salud o la delincuencia, aunque el riesgo real permanezca constante. Nos vinieron a decir que, con frecuencia, tendemos a exagerar o minusvalorar nuestros miedos. Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner nos ofrecían un ejemplo en Freakonomics (Ediciones B, 2006). Más niños estadounidenses, nos contaban, mueren en accidentes en la piscina que como consecuencia de incidentes con armas de fuego. La energía nuclear o las antenas de telefonía móvil ofrecen otros ejemplos de asimetría entre miedo y riesgo real.
Numerosas razones explican los errores en nuestra percepción del riesgo. Algunas son fisiológicas, como los dos sistemas de pensamiento que operan en nuestro cerebro. El primero es racional. El segundo, más antiguo, se encarga de las respuestas automáticas. Perfecto para salir corriendo en los tiempos en los que vivíamos en la sabana rodeados de leones. Menos apropiado para formarnos opinión al ver la televisión.
Nuestra percepción del riesgo depende también de las características del mismo. Académicos de la Universidad de Oregón comprobaron que si algo provoca un gran número de víctimas en un solo evento nuestra percepción del riesgo aumenta, pero no lo hace frente a aquello que provoca numerosas víctimas pero repartidas en muchos eventos. Terrorismo frente a accidentes de tráfico. Nuestro temor crece también con la atención de los medios de comunicación o frente a nuevas tecnologías o asuntos con los que no estamos familiarizados. Y se dispara cuando hay niños involucrados. Podemos recordar el trágico caso de Madeleine McCann.
Los medios de comunicación tampoco suelen ayudar. El otro día escuché una entrevista con los autores de un manual para prevenir el abuso sexual infantil. Como padre de dos niñas de corta edad, sólo hay una cosa que me provoque más terror. Dieron un dato escalofriante; casi una cuarta parte de las niñas españolas entre 7 y 12 años son víctimas de abusos. Esta cifra es frecuentemente repetida en medios de comunicación y por los profesionales y organizaciones que se ganan la vida en el loable propósito de prevenir que a los niños les sucedan cosas horribles. El dato es tan preocupante que, de ser cierto, estaríamos frente a una emergencia nacional. Por eso, debería venir acompañado de información explicativa. Sin embargo, es mencionado sin más. Según pude leer en un artículo publicado por académicos de la Universidad de Vigo en la Revista d'Estudis de la Violencia, la cifra tiene su origen en el primer y único estudio de esta naturaleza desarrollado en España. Hace 15 años. En el artículo se apunta que otros trabajos sitúan la incidencia entre el 4% y el 8%.
Me dirán que da igual, que a la víctima de un abuso sexual no le consuela que su tragedia sea compartida por el 25% o el 1% de sus semejantes. Y que, cualquiera que sea la cifra, las víctimas merecen todo nuestro apoyo. Y tienen razón. Pero coincidirán conmigo en que deberíamos exigir el máximo rigor antes de alarmar a la sociedad. El miedo puede ayudar a llenar horas de radio. Pero no ayuda ni a entender ni a resolver los problemas. Ni tampoco, por cierto, cura la gripe.
Ramón Pueyo. Economista de Global Sustainability Services de KPMG