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Columna
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Reformas improbables

Carlos Sebastián

Las publicaciones anuales Doing Business del Banco Mundial y el Informe sobre Competitividad del World Economic Forum han vuelto a llamar la atención sobre los retrasos que España tiene en el marco que incentive una actividad económica más eficiente y una mayor productividad. Llevamos algún tiempo (www.calidadinstitucional.org) incidiendo sobre ese retraso, aportando estudios que utilizan esas fuentes estadísticas y otras más, e insistiendo en la necesidad de emprender reformas en las Administraciones públicas, en la justicia, en los mercados (de bienes, de servicios y de trabajo) y en la educación; reformas que resumía en estas líneas en julio (CincoDías 18/07/09). Pero cada vez me parece más improbable que se vayan a abordar las reformas adecuadas.

Históricamente los grupos que detentan el poder político de facto han bloqueado las reformas institucionales cuando han percibido que esas reformas podrían suponer una merma efectiva de su poder. Estudios de Acemoglu y Robinson y de Bates aportan mucha evidencia en este sentido.

Alejandro Nieto considera que en España la estructura de poder es cada vez más la de una partitocracia. Más allá de la arquitectura constitucional, los partidos, sus cúpulas, han ido ocupando las instituciones políticas y el aparato del Estado. En esta acepción, los partidos han tendido a patrimonializar las Administraciones, han pasado a controlar la cúpula del poder judicial, han marginado a la sociedad civil (cuyo raquitismo institucional heredado no ha sido capaz de oponer resistencia), han ejercido, en fin, el desgobierno en el sentido de Nieto. Una manifestación de este desgobierno sería la gran producción legislativa desde hace ya varias legislaturas: cientos de normas más publicitadas que meditadas, con escaso o nulo seguimiento de su cumplimiento y nula valoración de los efectos que han producido.

Si esta descripción de la estructura de poder es correcta, y yo creo que lo es en un grado relativamente alto, el modelo de bloqueo institucional de Acemoglu y Robinson nos diría que sólo se producirán las reformas que sean compatibles con el mantenimiento del control partidario del aparato del Estado. Y muchas de las reformas necesarias entrarían en abierta contradicción con ese control.

La elección de los miembros del Consejo del Poder Judicial (confundiendo, sin rubor, la configuración de un órgano formado por independientes de reconocido prestigio por uno constituido por fieles, en el que la supuesta independencia se consigue porque los partidos tienen un número similar de fieles); la politización del Tribunal Constitucional; la extendida práctica de clientelismo político en los distintos niveles de la Administración; la ocupación de puestos por afinidad partidaria; la extrema tibieza con la que se aborda la corrección de evidentes disfuncionalidades en la acción de las Administraciones; la total ausencia de nuevos intentos para modernizar la Administración pública tras los fracasados dos intentos de los Gobiernos de González; la reducida incidencia y nulo seguimiento de la producción normativa; la tendencia a utilizar para sus fines una parte muy importante del sistema financiero (las cajas de ahorros), así como los medios de comunicación de titularidad pública financiados por los contribuyentes; son todos ellos síntomas bastante contundentes de que la anterior descripción constituye una aproximación lícita.

Lo ocurrido en junio con la ley ómnibus es significativo, muy especialmente lo referido a la (no) reforma de los colegios profesionales. En contra de las recomendaciones de la propia Comisión Nacional de la Competencia, se ha ido diluyendo la intensidad de la reforma, llegando hasta el extremo perverso de que, tras eliminar la muy necesaria reforma de los procuradores de tribunales, se ha aprobado por unanimidad una nueva ley para evitar que esa ausencia de reforma entrara en colusión con la Directiva de Servicios.

De lo dicho, y de la experiencia de los últimos lustros, se colige una escasa probabilidad de que se vayan a producir reformas que generen eficacia, transparencia e independencia en la regulación económica y en la provisión de bienes públicos, y reformas que vayan en contra de los intereses de los afines o que mermen la capacidad de ejercer clientelismo desde los distintos niveles de la Administración. Sólo se producirían avances en los aspectos en los que el control de los partidos de los mecanismos de poder no resultase afectado. Ni siquiera habría que esperar que se fuese a producir un debate abierto sobre la conveniencia de las reformas y de su contenido.

La ausencia de voluntad reformadora de los partidos parece tan acusada ahora, con la crisis, como lo era en los tiempos de injustificado triunfalismo en el pasado reciente. Aquí se propone una explicación de por qué es así.

Carlos Sebastián. Catedrático de análisis económico de la Universidad Complutense

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