La Administración desalienta al empresariado
En estos momentos convulsos, en los que el diálogo social parece que está en punto muerto, sorprende mucho los argumentos de las partes, y muy en particular las preocupaciones, especialmente los del mundo empresarial.
Sabido es que la tradición económica en España ha sido la de un país de asalariados y funcionarios, con una muy baja densidad empresarial y con una querencia inusitada por la protección del Estado. Esta fue fruto de una dictadura autárquica primero, y luego por el juego de las barreras arancelarias y las devaluaciones. Esta estructura empresarial ha generado unos usos y costumbres muy alejados de los de las empresas modernas y competitivas, es decir aquellas que luchan por tener las mejores plantillas, compitiendo en salarios altos y prestaciones, y cuyo principal objetivo es preservar y cuidar el talento, como arma esencial para ganar cuota de mercado y expandirse.
Frente a esto, la empresa española desprecia el talento, busca el menor salario, pide al Estado que le libere de impuestos y cotizaciones, todo esto para seguir produciendo peor, con peores condiciones laborales y generar el máximo beneficio posible. Si a esto añadimos la lacra del desconocimiento idiomático, la escasa dimensión del tejido empresarial, el nuevo riquismo en muchas actitudes y el escaso amor por la responsabilidad social corporativa o la transparencia, cuadramos el círculo del déficit de competitividad de la empresa española y las dificultades para cambiar el patrón de crecimiento de la economía española.
Con este panorama, parecería lógico que la cúpula empresarial tratase de demandar otras mejoras estructurales, especialmente el funcionamiento de la Administración. Pero no, el programa de máximos de la CEOE consiste en una rebaja de cotizaciones sociales, que casi desmantelaría la protección social, o la reducción del coste de despido. Nada se habla de cambiar la organización del tiempo de trabajo, tenemos la peor estructura de horarios de trabajo, de cómo evitar que las mejores mentes se tengan que ir del país o de por qué no hay vocación empresarial, algo que apenas suscita debate.
Pero vayamos a analizar lo que debería ser una Administración al servicio de la empresa, es decir que cuando uno se acercase a una ventanilla le tratasen como uno de los suyos, y no como un apestado o un enemigo. Dentro de este análisis conviene señalar dos especificidades. En primer lugar, la Administración interior, para luego señalizar el servicio exterior.
La relación entre la Administración y la empresa es manifiestamente mejorable desde las instancias más cercanas, los ayuntamientos, hasta las más altas, ministerios o entidades de financiación pública. El caso de las licencias en Madrid es palpable. El grado de desconocimiento de la actividad empresarial entre el administrador y el administrado es un abismo que acaba consumiendo el ya de por sí escaso fervor empresarial. La figura del jefe de servicio aquí surge como un fantasma y se erige en juez sumarísimo para decidir cuándo y en qué condiciones se otorga un permiso o licencia a un empresario. El poder de esta figura, muy de Larra, aleja la teoría de que el poder lo ejercen los diferentes Gobiernos, y nos retrotrae al oscuro mundo de la tecnocracia tan querida por los nostálgicos del régimen.
He podido comprobar esto en primera persona con dos proyectos en Castilla-La Mancha. Uno con un aeropuerto de carga en Albacete, inexistente en España, un proyecto sólido, ambicioso y moderno, que ha sido paralizado sistemáticamente, con la excusa de que se estaba lanzando uno civil en Ciudad Real. Proyecto éste ruinoso, en el que la hoy intervenida Caja Castilla-La Mancha ha intervenido de forma decidida. El otro es un proyecto de un resort para jubilados en un municipio amenazado de despoblación (Domingo Pérez, en Toledo), con una creación de empleo prevista de 500 trabajadores, pero que un jefe de servicio ha decidido que hacerlo a dos kilómetros supone una alteración del urbanismo compacto que, por supuesto, no existe en ningún punto del país.
Qué decir de la Administración exterior. Cuando uno se topa con las oficinas comerciales fuera de España sabe que su negocio nunca prosperará, que las trabas serán infinitas, que la ayuda será nula, pero que siempre podrá encontrar al personal de dicha oficina en los mejores cócteles de la ciudad, por muy recóndita que sea ésta o por muy pobre que sea el país de destino.
Y si finalmente uno quiere financiación pública, sabrá que las personas que evaluarán su proyecto jamás han montado una empresa, la idea del riesgo la tienen muy distorsionada, y sobre todo esa máxima que dice que el tiempo es oro, no entraba en los 400 temas de la oposición.
En suma, la burocracia no está en la mesa del diálogo social. ¿Por qué será?
Alejandro Inurrieta. Consejero del Ayuntamiento de Madrid