Paradoja
España tiene la oportunidad de convertirse en un líder en energías renovables y, al mismo tiempo, en los últimos lustros ha incumplido de forma flagrante los objetivos de Kioto y ha destrozado de forma bastante irreparable elementos relevantes de su medio ambiente. Esta aparente paradoja es el resultado de la confluencia en ambas caras de la moneda de lo peor y de lo mejor de la acción pública y de la actividad empresarial.
Efectivamente, pese a las proclamas públicas y pese a la creación de aparatos administrativos para cuidar del medio ambiente, los datos de la AIE nos dicen que entre 1990 y 2006 España ha aumentado su emisión de CO2 en un 59%, cuando el conjunto de los países europeos de la OCDE lo ha hecho en un 2%, y un recorrido por el litoral español nos habla contundentemente del destrozo medioambiental. Un ejemplo más de desgobierno, como algo diferente del mal gobierno, según la aguda distinción de Alejandro Nieto. Es verdad que, en lo que se refiere a la emisión de CO2, España ha convergido en emisiones per cápita con los países europeos de la OCDE (en 2006 las emisiones españolas eran el 98,5% de las del grupo de referencia). Pero, francamente, puestos a convergir, podría haberlo hecho en productividad o en calidad institucional y no en emisión de gases contaminantes.
La falta de una auténtica política medioambiental, la incomprensión de la importancia de los precios para incentivar un uso eficiente de la energía, la permisividad de los gobiernos regionales con las actividades inmobiliarias y el interés (recaudatorio, en el mejor de los casos) de los gobiernos locales por estimular esas mismas actividades son el marco político en el que se han producido los fenómenos señalados. La proliferación de hombres de negocios próximos a los gobiernos locales que especulaban con el suelo sobre el que construían viviendas ha sido el complemento (supuestamente) empresarial de la destrucción medioambiental.
En otro lado de la economía, han surgido empresas que se encuentran entre los líderes mundiales de las energías renovables. Claramente es así en generación eléctrica eólica y solar. Pero también en el uso sostenible de la biomasa como fuente térmica y como combustible. Un inciso: en el pasado reciente, subía el consumo mundial, se encarecía el petróleo, aumentaba la producción de biocombustibles y subían los precios de los alimentos. Ahora, disminuye el consumo mundial, se abarata el petróleo, aumenta más la producción de biocombustibles y caen los precios de los alimentos. Ergo, dicen los intoxicados, la producción de biocombustibles es la causa del encarecimiento de los alimentos.
En el desarrollo de empresas innovadoras en energías renovables la acción pública está siendo crucial y ha confluido con la presencia de un conjunto de auténticos empresarios. La acción pública es doble. Por un lado, el apoyo a la innovación en esos sectores con las subvenciones a la I+D y el tratamiento fiscal de esos gastos empresariales. Pero esa política hubiera sido insuficiente si no hubiera habido una política de precios (primas) que ha puesto en producción esas nuevas industrias de transformación energética. Ello está permitiendo que se produzcan importantes mejoras en la eficiencia de estos procesos, como ha ocurrido claramente en la generación eólica y está sucediendo en la generación termosolar. Este intenso proceso de learning by using no se hubiera producido si la acción pública se hubiera limitado a subvencionar gastos en I+D. Sin él las empresas del sector no hubieran alcanzado la posición de liderazgo y el avance en estas energías renovables hubiera sido menor.
La existencia de la prima estaría justificada por el diferencial en la emisión de CO2 de estas formas de generación eléctrica respecto a las fósiles que sustituyen. Es cierto que el nivel de la prima es discutible al no haber un precio de mercado de la tonelada de CO2. Pero ante la falta de una valoración económica de las emisiones que ahorra, está bien que se prime su demanda pagando un diferencial respecto del coste de la producción contaminante que sustituye. Y resulta aceptable que, en la medida que se están produciendo ganancias en eficiencia, la prima vaya decreciendo paulatinamente. Si alguna vez se desarrolla un mercado de carbono esa intervención será innecesaria.
Resulta también adecuada la política europea de obligar el uso de biocombustibles que efectivamente ahorren emisiones (es obvio que el bioetanol derivado de la caña de azúcar lo hace y el derivado de los cereales también si se produce eficientemente). Consolida una industria que está apostando fuertemente por la segunda generación de biocombustibles, cuyo uso reducirá la dependencia del petróleo y la emisión de CO2.
Carlos Sebastián. Catedrático de Análisis Económico de la Universidad Complutense de Madrid