Como en una contrarreloj
El fin del Estado no es dominar a los hombres ni obligarles mediante el temor a someterse a derecho ajeno. El fin del Estado no es convertir en bestias o en autómatas a seres dotados de razón; sino, por el contrario, hacer que sus mentes y sus cuerpos puedan ejercer sus funciones con seguridad, y ellos puedan servirse de la libre razón y no luchen los unos contra los otros con odio, ira o engaño, ni que tampoco se dejen llevar por sentimientos inicuos. El verdadero fin del Estado es, así pues, la libertad. Benedictus de Spinoza expresó esta opinión, de forma anónima, en un libro publicado en 1670 que fue perseguido por Iglesias y sectas. Aún hoy, si estas palabras se leen en voz alta, se comprende la razón del anonimato, el filósofo apreciaba su vida más que su pensamiento.
Cinco siglos más tarde, en el año 2009, sería impensable que a alguien pudiera molestarle una afirmación tan obvia, puesto que nadie discute ya que esa sea la forma de proceder de un Estado. Se ha incorporado para siempre a la tradición democrática.
La teoría política ha constatado que el poder siempre dispone de dos instrumentos esenciales, el premio y el castigo, que puede combinar de diversas formas; de hecho, la suspensión del castigo funciona como premio y la suspensión de la recompensa funciona como castigo. En la vida cotidiana es fácil encontrar numerosos ejemplos de esa máxima. Spinoza ocultó su nombre por temor al castigo y, por ende, por miedo al poder. Quien consigue generar esos sentimientos en una persona o en un grupo controla su comportamiento casi permanentemente.
En su último libro, José Antonio Marina recoge una cita de David Hamburg en la que sostiene que los dictadores, los demagogos y los fanáticos religiosos pueden hábilmente jugar con las frustraciones reales que las personas experimentan en tiempo de dificultades económicas y/o sociales severas. Otros autores aseguran que el poder de castigar es ineficaz en comparación con el poder de premiar. Miller y sus colaboradores afirmaron que la eficacia del poder de castigar se basa en que éste no se aplique, sino que es suficiente con la amenaza, porque cuando una persona castiga a otra, junto al comportamiento de sumisión, refuerza el de oposición y rebeldía. El castigo evita conductas, el premio promueve acciones.
No ha sido precisamente un castigo que seis países de la UE, Reino Unido, Irlanda, Alemania, Bélgica, Holanda y Luxemburgo, hayan nacionalizado en cien días gran parte de su banca, como consecuencia de una crisis financiera internacional, sin precedentes. Han inyectado capital público en sus entidades y, con ese proceder, el castigo ha sido a las entidades financieras españolas (tremenda paradoja); que, sin embargo, hemos sorteado ese trance y soportaremos las consecuencias presentes y futuras de ese desastre. Superar esa fase representa un éxito de tal magnitud que, aunque no se quiera reconocer, debería bastar para convencer a los más escépticos.
Ahora es necesario afrontar otra fase, la de la crisis económica mundial, por efecto, entre otras causas, de esa crisis financiera internacional. Las previsiones realizadas por personas como Krugman, Soros, Barea, Stiglitz, así como por los organismos internacionales, sobre la evolución de las economías, descontadas las hipérboles en que pudieran incurrir, son sobrecogedoras. En el ámbito internacional, informes de prestigiosas empresas de consultoría, que pongo a disposición del lector que esté interesado, destacan que el problema ahora es que, aunque los Gobiernos han recapitalizado bancos, van a continuar más pérdidas de capital y, como consecuencia, continuará la restricción en los mercados de crédito.
En Europa el porcentaje de presidentes de compañías que se muestra muy confiado en el sólido repunte de su negocio en el presente ejercicio se sitúa en el 15%. En España es del 13% y el 91% de ellos se muestra especialmente alarmado por la desaceleración de las principales economías mundiales.
Algunas medidas adoptadas en nuestro país ofrecen un alivio y han de ser valoradas favorablemente por cuanto que benefician a todos cuantos concurren. Ese es el caso de las subastas del Fondo de Adquisición de Activos Financieros realizadas por el Tesoro. Se ha transmitido cierta idea errónea de que es como un premio para las entidades financieras, una ayuda, cuando sólo es una vía más de liquidez; mientras que para el Estado supone un beneficio, hasta la fecha, de aproximadamente 340 millones de euros, dado el margen que el Tesoro obtiene entre el tipo de interés de esas subastas, y como se financia el propio Tesoro en los mercados de capitales. Es decir, las entidades pagan por esos fondos intereses que ingresa el Estado.
Sin embargo, y como dice un dicho anglosajón, cuando en la caja de herramientas sólo hay un martillo, todos los problemas se parecen a clavos. Evidentemente si uno no es consciente de todas esas previsiones y no admite problemas estructurales en nuestra economía y en nuestra sociedad, tenderá a interpretar los hechos como comportamientos caprichosos de algunos agentes económicos.
Es una actitud equivocada e inútil. Como el psicólogo Dan Gilbert ha demostrado, no somos escépticos por naturaleza, el hecho de no creer exige un gasto de esfuerzo mental, no es posible suspender siempre el juicio, las opiniones son esenciales para la vida. Esto es más acusado en los casos de incertidumbre, hasta el extremo de que si alguien con autoridad no es capaz de despejarla, lo haremos por nuestra cuenta y, en esos casos, lo habitual es que demos respuestas rápidas basadas en la facilidad con que la información viene a la mente.
Por tanto, no hay que engañarse, algunas de las opiniones que personas formadas y versadas en materia económica y financiera vierten en ocasiones sobre las entidades financieras suenan a castigo. ¿Para qué? Probablemente para demostrar poder, pero no sirve para nada; primero, porque incumple la máxima de que para ser persuasivo no puedes criticar a quien quieres persuadir y, segundo y quizás más importante, porque no despejan la incertidumbre existente, es más, la subestima y eso resulta peligroso. Así, si tuviéramos que estimar el tiempo que tardaría en impactar un objeto que se aproxima a nosotros, podríamos cometer dos tipos de errores, sobreestimar o subestimar. Es fácil ver cuál de los dos sería más costoso si el objeto fuese muy pesado.
En cierto modo está ocurriendo. De forma natural en todo el mundo, los ciudadanos han preferido sobreestimar el impacto de la crisis; aunque todavía en nuestro país son evidentes los brotes de necedad.
Estamos en una carrera contrarreloj en la que la aerodinámica es fundamental. ¿A qué nunca ha visto a ningún ciclista correr esta prueba en posición erguida y saludando al público, sino inclinado al máximo sobre el manillar, aprovechando todos los adelantos tecnológicos, casco, ruedas lenticulares y conexión auricular, para ganar tiempo al tiempo?
Carlos Balado García; Director de Obra Social y Relaciones Institucionales de la CECA