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Tribuna
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La vergüenza torera

Ramón, un hombre muy conocido, mantuvo públicamente hace pocos días y con gran desparpajo que 'cuando alguien dimite, o es un cobarde o es que tiene algo que ocultar…'. Le faltó apostillar algo así como: '¡Y no se hable más del asunto!'. Tras sus palabras, con mucha prensa delante, el tío se quedó tan tranquilo, como si hablase ex cáthedra, hubiese descubierto el océano y, además, como si estuviere en posesión de la verdad absoluta, algo imposible e impensable si fuésemos sinceros, honestos intelectualmente (¿cabe otra forma de serlo?) y un poco más humildes de lo que, en general, somos los humanos.

Habría que recordarle al tal Ramón, y a todos los Ramones del mundo, que nadie es infalible; que 'negarse a oír una opinión, porque se está seguro de que es falsa, equivale a afirmar que la verdad que se posee es la verdad absoluta', como escribiera J. Stuart Mill en su maravillosa On liberty. El filósofo y economista inglés remachaba la cuestión diciendo que toda negativa a una discusión implica una errónea presunción de infalibilidad, y que 'una opinión, aunque reducida al silencio, puede ser verdadera', porque, con frecuencia, cualquier opinión guarda una porción de verdad.

Dimitir, aunque sea un verbo que en España se conjuga poco, es renunciar a un cargo, abandonar un empleo o hacer dejación de algo. Las razones son algunas veces lo de menos; lo que importa es que, cuando de verdad se dimite voluntariamente, y alguien se va, el que lo hace siempre atesora una cierta grandeza. Entre los ricos no ocurre eso: 'Por lo común / los millonarios son / pobres de espíritu', cuenta Benedetti en un precioso haiku.

Digo yo que, cuando hablamos del mundo empresarial, esto de dimitir tiene algo que ver con el poder, y siempre (o casi) con la pasta, porque en el fondo todos somos corporativistas y un poco llorones, y nos gusta ahondar en nuestras desgracias -aunque no sean tales- desde una visión sesgada e indulgente de nuestra actuación que siempre tiende a favorecernos. A la hora de juzgarnos y compararnos con otros, inevitablemente nos llenamos de prejuicios y siempre combinamos lo mejor de nosotros mismos con lo peor de los demás. Por eso, la culpa de nuestras desventuras casi siempre se la echamos a los demás, que son los malos de la película. Está claro que los humanos nos entendemos mal y, en general, no nos comprendemos. Nicolás Malebranche lo diagnosticó hace mucho tiempo: 'De entre todas las ciencias humanas, la del hombre es la más digna de él. Y, sin embargo, no es esa ciencia, entre todas las que poseemos, ni la más cultivada ni la más desarrollada. La mayoría de los hombres la descuidan por completo…' .

En estos tiempos, en nombre de la tolerancia, discutimos y combatimos cualquier jerarquía espiritual, moral o estética, lo que no deja de ser una muestra de profunda intolerancia. Muchos dicen que dimitir sí, pero con dinero por medio, encubriendo así, bajo el manto de una renuncia bien pagá (como dice la copla), conductas poco ejemplares y nada edificantes que, en cualquier caso, merecerían reproche y público rechazo. Tenemos casos prácticos en todos los ámbitos, desde la gran empresa privada a las organizaciones sectoriales, pasando por las asociaciones deportivas y por donde ustedes quieran. Así somos las llamadas personas humanas.

Los contratos blindados se han instalado en nuestro tejido directivo/empresarial con toda la naturalidad del mundo, levantando barreras de inmunidad/impunidad frente a cualquier actuación nefasta que incluso protegen contra la incompetencia, la deslealtad y la desvergüenza; y no digo que no deba abonarse una indemnización cuando sea procedente, pero son muy pocos y muy raros los casos en los que una dimisión pueda llevarla aparejada. Un cese, claro, es otra cosa y, como parece lógico, ahí caben otras opciones.

Nos siguen gustando demasiado las apariencias y olvidamos la gran utilidad práctica de la verdad. Decir muchas veces que somos así, o que hacemos tal cosa, no es garantía de que eso sea cierto, pero nos empeñamos -de una u otra forma- en perdernos el respeto. Y, dicho lo anterior, volvamos a Ramón, del que me dicen que es (o ha sido) empresario taurino y buen aficionado. Si es así, al hablar de dimisión le sonará el término vergüenza torera, que tiene mucho que ver con el comportamiento ético que, hoy más que nunca, es exigible a las empresas. Si alguien me pide que defina qué es la vergüenza torera, a mí no se me ocurren más que dos palabras: dignidad y decencia, o digna decencia, que tanto da. Claro que, y eso vale para todos, a lo que uno no tiene, aunque quiera, tampoco puede renunciar.

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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