Canción triste de Alcalá, 9
El nerviosismo con el que el Gobierno ha recibido las cifras de destrucción de empleo de octubre, proporcional a la hiperactividad con la que su presidente ha decidido gestionar personalmente la recesión en el plano puramente político, convive con la creciente sensación que se respira en algunos ámbitos oficiales, académicos y empresariales de que el vicepresidente Pedro Solbes continúa caminando detrás de los acontecimientos. Los mismos que en estos foros de opinión valoraban hace seis meses la ortodoxia como un valor añadido, ahora la conciben como el pasaporte seguro hacia la inacción y el desastre: el Gobierno carecería de reflejos para afrontar una situación económica que le desborda en casi todos los frentes, de capacidad para modificar las severas inercias de la Administración que impiden una rápida aplicación de las medidas aprobadas en Consejo de Ministros y, lo que sería más grave, de la cohesión necesaria para articular nuevas iniciativas de excepción a la altura de los difíciles desafíos que la propia evolución de la economía deparará en los próximos trimestres.
Desde que el Gobierno sumó a su discurso oficial el reconocimiento de la crisis, cuatro meses después de las legislativas, hasta hoy, ha adoptado, en síntesis, tres tipos de medidas: las destinadas a apagar el incendio del sistema financiero, promovidas con el acompañamiento de la Unión Europea, las orientadas a ayudar a las familias más endeudadas y, finalmente, las que han sido pensadas para intentar frenar la sangría del desempleo. Ninguno de estos paquetes ha tenido todavía efectos prácticos si se entiende por tales aquellos que contribuirían a inyectar liquidez en el sistema de crédito, recuperar el ritmo inversor de las empresas y reanimar la actividad económica para, al menos, acortar las colas en las oficinas de empleo.
Hay voces en el Gobierno que achacan este retraso en la aplicación de las soluciones a factores burocráticos y también a errores que tienen más que ver con la alegría con la que Zapatero cambió la estructura del Gabinete el pasado marzo para, al contrario de lo ocurrido, ganar en operatividad. El primer factor se alimenta de datos objetivos: entre que un proyecto de gran infraestructura se licita y comienza a ejecutarse transcurren una media de cinco años. Si, además, los trámites penetran en la burocracia de las comunidades autónomas, los tiempos se disparan. Esta es la razón por la cual las inversiones de casi 290.000 millones previstas hasta 2020 en el Plan Estratégico de Infraestructuras y Transporte (PEIT), presentado desde Moncloa como la mayor inversión planificada en infraestructuras y transportes de la historia de España, no sean remedio suficiente para absorber en tiempo real la destrucción de empleo en el sector de la construcción. Por paradójico que parezca, algunas de las voces que hace dos años más pregonaron las ventajas del cambio en el modelo productivo, menos ladrillo y más I+D+i, son las que ahora, a la vista de lo que ha llovido, aconsejan priorizar los planes de auxilio a las inmobiliarias mediante la ampliación, incluso, de las ayudas fiscales a la compra de vivienda. Quien iba a decir que, en estos intereses, iban a confluir las opiniones del presidente de Seopan, David Taguas, anterior director de la Oficina Económica de Moncloa, con las del PP.
Al margen de estos episodios, uno de los grandes debates de fondo que se libran ahora en el Gobierno gira en torno al volumen de recursos o, si se prefiere, al nivel de transgresión permisible para el déficit público con el que asistiremos el año que viene a la voladura de la estabilidad presupuestaria. Esta es una especie de triste canción que ya se entona en Alcalá, 9, la sede del Ministerio de Economía y Hacienda, donde se comulga con todas las ruedas de molino imaginables, menos con una: que a Solbes se le acuse de escudarse en la ortodoxia para no abordar con más arrojo las medidas contra la recesión económica.
¿Pero... qué ortodoxia?
Frente a los defensores de que la inversión pública se dispare hasta el 6% del PIB, frente al 3,8% actual, y de adoptar una hoja de ruta puramente keynesiana para superar la crisis, entre los defensores de Solbes se recuerda que el esfuerzo de inversión pública hecho por España desde 2004 se encuentra muy por encima de los países de su entorno, pues la media europea se sitúa en el 2,6%. Y, además, se añade, si alguien piensa que el vicepresidente económico no ha bendecido todas las medidas adoptadas desde septiembre por el Consejo de Ministros, que contribuirán también a disparar el déficit más allá del 1,9% previsto oficialmente, se equivoca. ¿Ortodoxia..., qué ortodoxia?, se preguntan en los despachos de Alcalá.
Las dificultades del Gobierno para que sus decisiones tengan un reflejo inmediato en el alivio de la dura coyuntura provienen también, según una opinión muy extendida dentro y fuera del Gabinete, de la complejidad con la que se está acoplando la nueva estructura ministerial decidida el pasado marzo. El Ministerio de Industria que ahora dirige Miguel Sebastián ya no es el que pilotaron José Montilla o Joan Clos, pues el todavía indigesto traspaso de competencias sobre I+D+i al nuevo departamento de Ciencia e Innovación lo ha convertido en un órgano de gobierno meramente regulador. Con este equipaje, admite un buen conocedor del ministerio, es improbable que la negociación que Sebastián mantiene con los sindicatos para amortiguar la erosión de los principales sectores industriales en crisis culmine con éxito. El principal estribillo entonado en Castellana, 160, sede de Industria, es la resignación.