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Columna
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¿Qué pasa en Madrid?

En el fragor de la crisis económica está pasando algo desapercibida la coyuntura por la que pasan los servicios públicos básicos y también las empresas que suministran servicios y obras a las instituciones madrileñas.

Los recientes episodios en la sanidad, en las universidades, en la congestión de tráfico o en algunas empresas que sufren impagos por parte del ayuntamiento o la comunidad contradicen la imagen que la propaganda oficial trata de transmitir a través de los medios de comunicación públicos deficitarios. Esta acción política está llevando a los habitantes de Madrid a incurrir en un sobrecoste que penaliza a las familias madrileñas, especialmente a las de menor renta.

Lo curioso del fenómeno es que el votante mediano de la comunidad premia a los responsables del deterioro de los servicios esenciales y del aumento de la congestión, a pesar de la inauguración de muchos kilómetros de metro. Este doble episodio, político y económico, debe hacer que pensar a la alternativa política a la hora de encarar las próximas contiendas electorales, tanto en términos de candidatos/as, como en términos de diagnóstico y oferta programática.

Comencemos por el aspecto sanitario. El debate recurrente entre sanidad pública frente a sanidad privada está superado y cansa sobremanera al usuario. Lo relevante es si un ciudadano de Madrid tiene una prestación universal sanitaria de calidad y especialmente si en el catálogo de servicios están incluidos, o no, lo que la mayoría necesita. En este sentido, el punto de partida en Madrid era un conjunto de hospitales de referencia cuya provisión era totalmente pública y con profesionales cualificados y un nivel de investigación puntera en muchos campos.

Con estos mimbres se realizó el traspaso de competencias, con una clara infradotación presupuestaria asumida por el Partido Popular que gobernaba en las dos Administraciones. Es decir, el servicio ya nació mal dotado financieramente, por lo que poco a poco se ha notado una reducción en la calidad asistencial, incluso antes de la puesta en marcha de las nuevas instalaciones. Frente al modelo público tradicional, la Comunidad de Madrid diseñó un plan, por supuesto sin consultar con el personal sanitario, ni con el resto de agentes sociales de la región.

Este plan consistía en saltarse los trámites administrativos y presupuestarios que supone la puesta en marcha de cualquier obra pública, y encomendó la construcción a empresas privadas, algo que si quedase ahí, no tendría ninguna relevancia económica, ni asistencial. A cambio de estas obras, las empresas pasarían a gestionar toda prestación no clínica; curioso que a los laboratorios de análisis se les considere prestación no clínica. La prestación clínica correría a cargo del sector público mediante el pago de un canon por paciente. Para que los números cuadren, la estrategia claramente ha sido la de reducir las ratios de personal sanitario en cada centro, lo que deteriora el servicio y la calidad asistencial, y en segundo lugar, restringir ciertos tratamientos médicos muy costosos o en su defecto derivarlos a los antiguos hospitales de referencia.

Todo este proceso, curiosamente, choca con algunos de los anuncios posteriores sobre libertad de elección de hospital. Con el sistema de concesión administrativa, cada hospital es monopolio de oferta ya que tiene que cubrir los costes en que han incurrido y por tanto surge una pregunta, ¿qué pasaría si un hospital no tiene suficientes clientes para cubrir los costes?, ¿quién terminaría por pagarlos? Está claro que el Estado.

Adicionalmente, la propia oferta sanitaria de proximidad crea su propia demanda, lo que añade más costes a un sistema ya de por sí infradotado de capital. El resultado de todo esto es que, en Madrid, casi el 50% de la población tiene contratada una póliza sanitaria privada. Es decir, tiene un coste añadido a los impuestos que ya paga, por el mal funcionamiento del servicio sanitario. En términos presupuestarios, si tenemos en cuenta que una póliza media sanitaria cuesta unos 60 euros al mes, el coste total para cada familia será de 720 euros al año por miembro.

El otro gran elemento de sobrecoste, y de pérdida de calidad de vida, es la congestión viaria. Un reciente estudio cuantificaba que cada madrileño, de media, emplea 78 minutos en llegar a su puesto de trabajo en vehículo privado y 40 minutos más si lo hace en transporte público. En términos económicos esto supone más de 11 euros por día, es decir, un 4,5% del PIB de la región.

El corolario que subyace a esto es que el diseño del sistema de transporte público, lejos de mejorar la vida y de favorecer el medio ambiente, provoca un sobrecoste mucho más alto que cualquier ciudadano del Estado. Esto después de haber invertido en una infraestructura viaria que ha endeudado al Ayuntamiento de forma exponencial y que está generando ya, al albur de la crisis económica, problemas a varias empresas que sufren retrasos en los pagos por parte de las Administraciones locales y autonómicas.

En resumen, el ciudadano de Madrid, a diferencia de otras comunidades autónomas, incurre en un coste añadido, sólo en términos sanitarios y de congestión de tráfico, de más de 3.000 euros al año por unidad familiar, a lo que habría que sumar, por ejemplo, los gastos en la educación infantil por falta de plazas públicas. Por ello choca mucho la decisión de reducir impuestos y pedir mayor financiación al Estado.

En conclusión, todo esto el votante mediano no lo ha interiorizado en su esquema de formación de expectativas políticas, por lo que sigue obnubilado, en muchos casos, por televisiones de plasma y habitaciones individuales. De lo que no se dan cuenta es de que la salud pública, la investigación y el capital humano están en peligro. Este sí es el verdadero debate y ahí es donde la alternancia política creíble es imprescindible.

Alejandro Inurrieta. Concejal del Grupo Municipal Socialista del Ayuntamiento de Madrid

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