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Columna
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Viendo los toros desde la barrera

La reciente comparecencia del presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados no parece que haya servido para tranquilizar a unos ciudadanos cada vez más preocupados por la crisis económica y por la ausencia de planes coherentes para hacerla frente, salvo el sinsentido de emplear fondos del ICO (Instituto de Crédito Oficial) para ayudar a las inmobiliarias pocos días después de que José Luis Rodríguez Zapatero hubiese negado tal posibilidad.

A continuación, al vicepresidente económico, Pedro Solbes, se le escapó ingenuamente una verdad como un templo: que en ocasiones una posible recesión puede servir para 'limpiar' la economía. Cuando se percató de cuán inconveniente podría ser dicha frase se adelantó a la segura corrección que el oráculo de Delfos -o sea, la vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega- impondría y matizó diciendo que aquéllas pueden aprovecharse 'para hacer las reformas necesarias que nos permitan crecer con más potencia y más fuerza'.

Con semejante panorama resulta muy difícil adivinar qué puede pasar en los próximos dos años. Las previsiones de crecimiento del PIB para el segundo semestre o las del paro para el próximo año son cada vez peores -las más recientes indican que frente a un crecimiento medio de la zona euro del 1,4% este año y del 1,1% el próximo, nuestra economía avanzaría sólo un 1,2% en 2008 y se estancaría en 2009- y las buenas noticias resultan ser más bien magras.

Fijémonos por un momento en la inflación, que ha mejorado en agosto gracias a la moderación en el crecimiento del precio del petróleo pero que conserva en su evolución tendencial -medida por los componentes subyacentes- un peligroso mantenimiento en torno a tasas anuales del 3,5%. Con este telón de fondo -agravado recientemente por los huracanes que azotan el sistema bancario americano- es imposible en la práctica que los mercados financieros y los agentes económicos empiecen a reconsiderar sus expectativas pesimistas respecto a la evolución próxima y a medio plazo de la actividad, el empleo y las rentas.

¿Qué hacer? La respuesta inmediata suele ser -¡cómo no!- el recurso a las arcas públicas, invocando un superávit que está ya desapareciendo a la velocidad de la luz y propugnar el incremento de la deuda pública sin preguntarse quiénes la van adquirir en épocas de ahorro menguante y cuál sería el tipo de interés -recordemos el actual diferencial con los bonos alemanes- atractivo para los hipotéticos inversores. A tal respecto, no deja de ser curioso que el resultado de la reunión informal de los ministros de Economía y Hacienda de la Unión Europea haya sido tomar el acuerdo de no hacer nada por el momento y, en todo caso, pasar la patata caliente al Banco Central Europeo. Y ésta acostumbra a ser la segunda sugerencia habitual: presionar al BCE para que -a semejanza de la Reserva Federal de Estados Unidos- reduzca pronto su tipo de interés a corto, amenazándole incluso con exigirle la publicación de las actas que recogen las discusiones de su consejo a fin de cumplir no se sabe qué requisitos de pedigrí democrático.

En mi modesta opinión, ese enfoque -que algún medio de comunicación ha bautizado como escrutinio crítico- es resultado de una profunda incomprensión sobre cómo opera la política monetaria y de cuál es el papel del BCE. Me explicaré.

Si un banco central moderno desea que su política sea efectiva, lo relevante no es tanto su manejo de los tipos de interés a corto -o que los programas del corazón escudriñen las diferencias de opinión entre sus consejeros- como su capacidad para influir en las expectativas de los mercados y de los agentes económicos respecto al curso futuro de la inflación, las rentas y los tipos de interés a medio y largo plazo.

Es esa posibilidad de modular expectativas lo que convierte a la política monetaria en un instrumento clave de cualquier política de estabilización en una economía de mercado. Por lo tanto, si, pongamos por caso, el BCE se acomodara a la insistencia de políticos y de no pocos analistas y redujese sus tipos de interés sin estar seguro que las presiones inflacionistas se han dominado, estaría provocando perturbaciones reales que, vía variaciones futuras en los incrementos de los precios relativos, afectarían inmediatamente a la inversión y el ahorro y, en consecuencia, al crecimiento real a medio plazo.

En cuanto al reproche relativo a la posible ausencia de una legitimidad democrática, creo que ésta se satisface más que cumplidamente si el banco central adopta un esquema teórico que sirva tanto para formalizar los procesos internos de toma de decisiones como para, simultáneamente, transmitir al público en general y a los mercados financieros en particular las razones que avalan sus medidas concretas en cada momento.

En ambos campos -el de crear expectativas razonables y adoptar y comunicar esquemas de actuación efectiva comprensibles- muchos bancos centrales son bastante más transparentes que algunos Gobiernos democráticamente elegidos. Pero reconozco que, cuando el ultraconservador Gobierno de Estados Unidos está derrochando miles de millones de dólares para mantener a flote un sector de su pésimamente regulado sistema bancario, hacer afirmaciones de ese tipo puede malinterpretarse y yo sufrir una regañina.

Raimundo Ortega. Economista

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