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Tribuna
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La ley de las termitas

En los escenarios financieros hemos pasado de la certeza del rey Lear a la duda del príncipe Hamlet. Por lo referido a participantes, hemos vivido la transición desde la burguesía financiera identificada a los institucionales anónimos (por ejemplo, los hedge funds). En mi humilde opinión, la crisis de confianza no se superará hasta que desaparezcan los fantasmas del padre de Hamlet (subprime, Northern Rock, monoline, Fannie Mae).

Una vez, más hemos sido testigos de los efectos asimétricos de las crisis financieras y de cómo los reguladores y supervisores americanos, animados por las grandes ganancias del sector, generador a gran escala de productos crecientemente complejos, cedieron ante las presiones de los intermediarios, y redujeron demasiado los niveles de regulación y tipos de interés durante demasiado tiempo. Conviene reparametrizar el sistema, y la transparencia es más necesaria que nunca.

Lamentablemente, pocas estratagemas producen más resultados colaterales que la regulación de los mercados financieros, tal y como pudimos comprobar con la Ley Sarbanes-Oxley (Sox). Sólo con reorientaciones legislativas no veremos la luz al final del túnel ya que serán un acicate para los inversores, laboriosos como termitas en busca de nuevos caminos para llegar a la madera y sortear el veneno: innovación inducida.

El pecado más habitual de los supervisores financieros de Estados Unidos es identificar tarde los problemas

A la hora de hacer un balance y sortear la crisis subprime, los intermediarios deberán explicar los errores cometidos a la hora de transformar los créditos hipotecarios en activos financieros. Buena parte de culpa la tuvo el proceso de securitización de activos, que subcontrató las due diligence; los 'vigilantes' habituales (departamentos de riesgos, agencias de rating y aseguradoras) fallaron estrepitosamente al chequear la solvencia de los prestatarios porque creían que habían transferido el riesgo a otro participante de los mercados financieros. Como resultado, las personas recibieron préstamos cuyo importe no eran capaces de devolver.

Quizás confiaron ingenuamente en la cita de J. M. Keynes, cuando afirmaba: 'No hay nada más importante que la liquidez para la comunidad inversora. El objeto social de todo inversor avezado… no es otro que el de evitar las multitudes, superar los baches, o conseguir trasladar a los demás las dificultades'. Lamentablemente, en la crisis subprime, como en los 80, 'los demás' son los que pagan impuestos.

Los intermediarios incluyeron en sus carteras activos de dudosa calidad, y al caer el castillo de naipes se ha quebrado la confianza en el sistema, viéndose obligadas las entidades financieras a revisar sus provisiones y reasegurar sus carteras. El sistema financiero se ha colapsado ante el solapamiento de la crisis de confianza y la crisis de liquidez, y los veleidosos inversores se han dirigido hacia otros mercados en ebullición: los de materias primas.

Precisamente por ello, los nuevos requerimientos internacionales de capital, conocidos como Basilea II, basados en la liquidez, no son la respuesta. El Gobernador de la Fed, Ben Bernanke ha manifestado que 'los propios participantes del mercado deben encontrar la salida a sus problemas financieros' mediante la reducción de apalancamiento, la obtención de nuevos capitales y la mejora de la gestión de riesgos, pero este proceso llevará tiempo.

Llama la atención la parsimonia de los bancos centrales, que rara vez actúan rápido a la hora de detectar la proliferación de activos dañinos ante modas efímeras (burbujas). Tanto en la burbuja puntocom como en la reciente subprime, la idea de que las nuevas tecnologías o bien los vehículos de inversión representaban 'innovación' supone una justificación clave en la futura generación de burbujas financieras semejantes. Todo ello por ni hablar de rescates paternalistas como el del Bear Stearns y su 'riesgo moral'. De cualquier modo, el pecado más habitual para los supervisores financieros norteamericanos es el de identificar tarde los problemas y amonestar prematuramente a los inversores.

Quizás deberían imitar a los prestamistas privados, comunicando más y mejor la exposición a los riesgos, y ejerciendo la prudencia en las estimaciones de ingresos futuros. Lo difícil es hacerlo sin generar miedo en la comunidad financiera, porque de lo contrario no recuperaremos la liquidez.

Parece muy necesaria una vuelta a la pulcritud y la ortodoxia, que aseguren el celo y diligencia debida por parte de supervisores, reguladores, intermediarios y agencias de calificación. Solo así terminará la crisis de confianza. De lo contrario, este es un juego en el que nadie querrá ni cazar ni ser cazado.

Una simple reescritura regulatoria no ayudaría, porque los inversores encontrarían nuevas vías para sortear sus crecientes obligaciones. En lugar de ello, debería reformarse el sistema de incentivos de los reguladores norteamericanos. Pero no hay mal que por bien no venga, por fin hemos encontrado la manera de potenciar la innovación financiera, también llamada por el vulgo picaresca.

Isabel Giménez Zuriaga. Directora general de la Fundación de Estudios Bursátiles y Financieros

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