Alejandría
La ciudad es hoy la 'riviera' de Egipto. Una urbe marcada por el pasado, que fascina con sus ecos literarios y sus veraneantes cairotas, ricos, desinhibidos y cosmopolitas
Tantas son las maravillas que ver en Egipto que pocos viajeros hacen hueco en su agenda para visitar Alejandría. El patito feo, o por lo menos, el último de la lista, eso es esta ciudad del Delta del Nilo; la más grande en la Antigüedad, tanto o más que Roma o Constantinopla.
Hoy cuenta con unos seis millones de vecinos, pero dobla esa cifra en el estío, ya que es la riviera natural y más a mano para los cairotas con posibles. Aparte de esos veraneantes, pocos transeúntes se dejan caer por Alejandría, sólo aquellos que ya tienen aprobado el resto de Egipto, o quienes llegan imantados por el aura de la que es sin duda una de las ciudades más literarias del mundo. Aunque sólo fuera por el monumental Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, las anotaciones de Foster o los versos vitalistas y oscuros de Constantino Cavafis (alejandrino y griego, con casa-museo), ya estaría más que justificada la escapada.
Pero el prestigio literario viene de más lejos. De su celebérrima Biblioteca, creada por Ptolomeo Soter, uno de los generales de Alejandro y primer rey del imperio conquistado, y que encerraba el saber de la Antigüedad. Conocimientos tan avanzados como que la Tierra era redonda y giraba sobre su eje; Aristarco escribió incluso que tal vez diera vueltas en torno al sol; Herófilo anotó que el cerebro es el centro del sistema nervioso; Hiparco dividió el círculo en 360 grados; Sosígenes ajustó el calendario de 365 días. Por no hablar del nacimiento de la alquimia, los primeros catálogos de estrellas, los primeros mapamundis, los primeros croquis del cuerpo humano.
La nueva Biblioteca alberga millones de libros
Ciudad literaria, sus barrios están llenos de encanto
Todos aquellos conocimientos científicos, junto a las obras literarias y filosóficas de los clásicos, estaban registrados en más de 700.000 rollos distribuidos, en realidad, no en una sola, sino en varias bibliotecas. Cuando el sultán Omar se apoderó de la ciudad en el siglo VIII, mandó calentar los baños públicos con esos manuscritos. Para colmo, un terremoto asoló los edificios (apenas se ven hoy anaqueles subterráneos, tallados en la roca). Hace cinco años se inauguró, en el centro de la Corniche, la Nueva Biblioteca de Alejandría, diseñada por un equipo internacional y promovida por la Unesco, con capacidad para albergar hasta ocho millones de libros.
Otra cosa, además de la Biblioteca, hizo brillar a la ciudad: el Faro de Alejandría, una de las Siete Maravillas del Mundo. Lo construyó el arquitecto Sostratus por orden del mismo Ptolomeo I en el 283 a.C., y consistía en una torre de piedra de 125 metros de altura. Se mantuvo en pie hasta que en 1303 un terremoto lo convirtió en una pila de sillares. Los cuales fueron aprovechados, un siglo después, por el sultán Qaitbey para levantar, en el mismo lugar, el fuerte que hoy lleva su nombre. Algunos bloques siguen sumergidos, y son objetivo codiciado de los arqueólogos submarinos. Tres cosas siguen buscando los eruditos (y de vez en cuando meten ruido en la prensa con algún hallazgo, para que el suspense no decaiga): los restos del faro, los del mítico palacio de Cleopatra y la tumba de Alejandro, el fundador de la ciudad, y de otra veintena que a lo largo de su imperio llevarían también su nombre.
Ninguna, claro está, tan preclara y duradera como ésta. Aunque sus galas antiguas no hayan resistido tanto como su prestigio. Es un error, de todos modos, pensar que Alejandría tiene poco que mostrar. Una visita somera podría empezar en el templo de Serapis o Serapeum, con una columna de granito aún en pie, que los cruzados atribuyeron erróneamente a Pompeyo. Cerca de allí, las catacumbas de Kom ash-Shuqqafa, muestra del fuerte mestizaje entre la antigua tradición egipcia y las novedades grecorromanas. Más cerca del puerto Este quedan el Teatro romano, muy bien conservado (acoge incluso algún espectáculo), las termas romanas y el Museo Grecorromano. Bastante más lejos, al otro lado de la Corniche o paseo marítimo, el palacio de el-Montazah esconde el fasto secreto del último rey, Faruk; el palacio no se visita, pero sí el Museo de las Joyas Reales, en una villa de la primera esposa del monarca, donde se exhiben caprichos como un ajedrez de oro macizo o aperos de jardín incrustados de piedras preciosas.
Como ciudad literaria que es, Alejandría cuenta con barrios y calles cuyo encanto sólo sabe adivinar una mirada sabia. El barrio turco de Anfushi, de callejas abigarradas y polvorientas, esconde alguna sorpresa como la mezquita de nuestro santón del siglo XIII, Abu Abbas al-Mursí (el Murciano), además de cafetines decimonónicos y otras sombras durrellianas. Hacia el este queda el barrio europeo y más de moda, con hoteles como el San Stefano, un clásico (ahora Four Seasons), restaurantes que delatan una vez más el mestizaje inherente a la ciudad y locales de copas o cafés donde se sigue congregando una feligresía consciente y orgullosa de su glorioso pedigrí, como el Lobby Lounge (té a media tarde y copas por la noche), Le Bar (jazz y música en vivo) y el Bleu, con un agradable jardín.