Soluciones 'verdes' para los países pobres
En los últimos tres meses las crisis energética y alimentaria se han agravado, sin que amaine la financiera. Los consiguientes debates sobre causas, efectos y posibles soluciones empiezan a dominar las agendas mediática y política de cada país y de las organizaciones internacionales.
La última de éstas en abordarlas ha sido el G-8 (grupo de los ocho países más desarrollados), que esta vez apenas se ha ocupado del problema financiero de fondo; sus únicas medidas concretas han sido compartir el objetivo de reducir a la mitad las emisiones de gases de efecto invernadero para el año 2050 y desembolsar a plazos 10.000 millones de dólares (6.360 millones de euros) para paliar la crisis alimentaria financiando el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, como ésta le había pedido para afrontar las hambrunas.
Esas tres crisis van a suponer una inusitada y descomunal transferencia de rentas entre países y entre personas (casi 3 billones de dólares), en el sentido de anular con creces las mejoras en la equidad e igualdad logradas durante los 15 años anteriores de intenso crecimiento, para situar bajo la línea de pobreza a cientos de millones de personas.
La inflación debida a la energía y los alimentos, que ya se había duplicado entre finales de 2006 y el primer trimestre de 2008 en los 120 países más pobres, no tiene perspectivas de moderación al menos hasta 2012. Los desequilibrios en balanza de pagos y en las cuentas públicas durarán por más tiempo. En consecuencia, las tensiones potenciales de estas facturas amenazan con generar fracturas mundiales y con demorar las soluciones.
Ahora que la globalización es mayor y tan inevitable como difícilmente sostenible si no se afronta el cambio climático e institucional, a esas y otras organizaciones internacionales de nuevo cuño y sus líderes, como el G-8 o la propia Unión Europea, les faltan ideas y capacidad para innovar soluciones.
Pero haberlas, las hay, y las encontraremos, a poco que nos esforcemos en otear el futuro y asociar la necesidad (por ejemplo, de cambiar el modelo energético) con la virtud (por ejemplo, para hacer que las tres cuartas partes del mundo subdesarrollado pasen a desarrollar su agricultura).
En este sentido, existen voces cada vez más autorizadas, como el influyente semanario The Economist, que empiezan a cambiar de opinión sobre los combustibles fósiles (agotables, causantes del efecto invernadero y que por el juego de la oferta y la demanda y por la especulación han multiplicado por 10 su precio desde 1999), dando pábulo a la idea de que para sustituirlos viene una revolución energética de las energías renovables (eólica, solar y biotecnológica), que será más importante que la revolución digital de las TIC (curiosamente ocurrida a raíz de la anterior crisis petrolera de los años setenta).
Será imprescindible para ello un nuevo trato, reparto o consenso mundial favorecedor de instituciones financieras para el desarrollo, impulsado como el cambio climático desde la UE, que en vez de reducir con subvenciones sus terrenos agrícolas, debe aumentarlos y no recortar las primas a los cultivos energéticos para que los biocombustibles lleguen a mover el 10% del transporte en 2020, además de reforzar la esperanza de la investigación y el desarrollo en los de segunda generación, cuyo éxito depende de amortizar el esfuerzo puesto en desarrollar los de primera.
Algunos quieren incluir ahora en ese objetivo a los coches eléctricos o movidos por hidrógeno, pero como dice The Economist respecto a ellos y la fusión, mal que nos pese a sus defensores, siguen como hace 30 años, en estado de buena esperanza para dentro de otros 30 años.
Con un programa así, España, uno de los países más dependientes del petróleo, puede y debe encontrar más oportunidades en esta revolución que las pérdidas en la de las TIC, no por casualidad siguiente a la anterior crisis del petróleo.
Si el mundo afronta los retos actuales con el imprescindible doble objetivo para toda una generación de alimentar a un 50% más de seres humanos y reducir un 50% las emisiones de CO2 de aquí a 2050, sus pujantes y competitivos sectores agroalimentario y de energías renovables (donde empresas como Iberdrola, Gamesa, Abengoa y Ence ocupan ya puestos mundiales destacados), por no citar otros sectores como los de infraestructuras y educación, podrán contribuir a sustituir su viejo modelo de desarrollo inmobiliario-constructor y turístico, caduco, procíclico y amplificador del ciclo, por otro más intensivo en I+D, menos vulnerable y abierto a esta perspectiva de sostenibilidad económica y medioambiental de la globalización, en la que nos interesa que participen los biocarburantes.
La subida de precios del petróleo, que esta vez viene para durar aunque debemos moderarla, como la de los alimentos, castigando a los especuladores que mueven su dinero desde el ladrillo y las Bolsas hacia ambos productos, hace más competitivas estas tecnologías alternativas, en especial la biomasa celulósica, que ya centra la investigación para los biocombustibles de segunda generación, aún más limpios, eficientes y compatibles con la biodiversidad, el ahorro de agua y la seguridad alimentaria.
Energía y medio ambiente, en fin, son dos sectores bien elegidos para los nuevos nichos productivos con los que el Gobierno quiere impulsar el cambio de modelo.
Alejandro Inurrieta. Concejal del Ayuntamiento de Madrid