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Columna
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Hambre y desarrollo agrícola

La globalización y el cambio climático arrastran hacia modelos de desarrollo similares, en circunstancias radicalmente distintas, subraya el autor. En su opinión, el problema del hambre y la desnutrición no se soluciona sólo con dar dinero, se trata de dedicarlo a infraestructuras y bienes productivos

La Expo de Zaragoza acaba de dar cobijo a un grupo de afectados por las grandes presas, procedentes de diversos y alejados países. Tuvieron ocasión de explicar el drama vivido, sometidos a una experiencia singularmente traumática. No obstante también sería conveniente analizar el coste de la escasez o ausencia de presas y de embalses tomando como referencia el continente africano. En el África subsahariana sólo se riega el 3,5% de su superficie cultivada, aprovechándose únicamente el 2,9% de sus recursos renovables de agua. Y ello, además, con un 60% de embalses concentrados en África del Sur y Zimbabue.

España y en especial Aragón han hecho de la política de regulación hidráulica uno de sus objetivos estratégicos especialmente a lo largo del siglo XX y ello ha evitado el definitivo despoblamiento de una gran parte del país. La generación que vivió la construcción sufrió dramáticamente sus efectos negativos, pero los positivos han beneficiado al resto de españoles desde entonces y para siempre.

Y todo lo anterior tiene que ver, y mucho, con el debate actual sobre el necesario desarrollo agrario en la lucha contra el hambre y la desnutrición. Los españoles nos estamos volviendo demasiado sensibles a los efectos medioambientales de la política hidráulica, a la utilización del agua por la agricultura, a las semillas genéticamente modificadas, incluso a los efectos negativos de los fertilizantes, herbicidas e insecticidas... Es propio de una sociedad que no pasa hambre y las plagas de langosta sólo figuran en los libros de historia. Esta nueva cultura, asumida con entusiasmo en Europa, también está influyendo en los países pobres que nos observan e imitan, a pesar de que por carecer de infraestructuras hidráulicas padecen sequías extremas, inundaciones y enfermedades asociadas a la falta de saneamiento. La globalización y el cambio climático arrastran hacia modelos de desarrollo similares, en circunstancias radicalmente distintas.

Los organismos económicos internacionales plantean la necesidad de aumentar la producción agrícola en un 50%, hasta el año 2050. Es obvio que esa expansión no se producirá sin costes sociales y medioambientales que, en cualquier caso, habrá que minimizar. Pensar que con aportar el 0,7% del PIB en ayuda al desarrollo, fomentar la artesanía y el turismo rural o liberalizar el comercio internacional se resolverá el problema del hambre y la desnutrición es extrapolar la situación de los países desarrollados a aquellos que urgentemente necesitan expansionar sus producciones para consumo interno.

La doctrina económica dominante en las dos últimas décadas había sentenciado que ya no existía un problema agrícola mundial. La alimentación era una cuestión superada en la sociedad de la alta tecnología y la nueva economía. Los alimentos eran suficientes y baratos y sólo los obstáculos al comercio impiden que fluyan hacia los necesitados. La agricultura había dejado de ser un sector estratégico, como demuestra el descenso del 17% en 1980, al 3% en 2006, dedicado a ella dentro de la ayuda oficial al desarrollo.

Pero, quede claro, no se trata sólo de dar dinero. Se trata de dedicarlo a inversiones en infraestructuras hidráulicas, regadíos, electrificación, caminos y carreteras, formación agraria, tecnologías, semillas, fertilización, industrialización de productos del campo, circuitos de distribución, sistemas de conservación de cosechas… La aplicación con éxito de estos programas es la auténtica solución al problema del hambre y la desnutrición en los países y entre los grupos de población que no tienen acceso a importaciones provenientes de los mercados mundiales.

Pero en un escenario de desarrollo agrario acelerado será especialmente delicado vigilar el equilibrio entre la agricultura exportadora y la de abastecimiento interior. En muchos países la tierra, el agua y los capitales son limitados. La experiencia histórica es irrefutable, en el caso del mercado del café, del cacao, del té, de las especias, de la banana…, de los biocarburantes en el futuro. Una agricultura exportadora no garantiza apenas nada a la población local. Es la lógica del mercado la que impulsa a producir para aquellos que pagan bien, antes que para unos grupos humanos en gran medida insolventes. El mercado libre puede generar mucha riqueza y crecimiento, lo que indudablemente no hará será solucionar el problema de abastecimiento de la población que no dispone de recursos para pagar sus necesidades básicas.

Existe un riesgo evidente de que la futura liberalización del comercio agrario mundial sea aprovechada por los países desarrollados para abastecerse de materias primas para alimentación y uso energético provenientes de mercados social y medioambientalmente desregulados. Ello permitiría mantener un modelo productivo sostenible en Europa, con sólo entornar los ojos sobre las condiciones de producción en ultramar.

Carlos Tió. Catedrático de Economía Agraria de la Universidad Politécnica de Madrid

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